Desde que la fotografía se convirtió en ventana a la realidad, no tardaron en aparecer los artífices de la ilusión, dispuestos a alterarla por motivos políticos, estéticos o ideológicos. El caso de Abraham Lincoln en 1860 es emblemático: su retrato, un montaje donde su cabeza fue colocada sobre el cuerpo de otro político, John Calhoun. Este detallado ajuste incluso alteró documentos sobre la mesa para evitar sospechas, pero fue eventualmente descubierto por un detalle minúsculo en los billetes de cinco dólares: un lunar desplazado.

La manipulación fotográfica también ha sido herramienta de propaganda, como lo demuestra la icónica imagen de un soldado soviético en el Reichstag durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de capturar un momento de victoria, la realidad es que fue una escena posada, añadida de dramatismo por órdenes de Stalin con humo artificial y eliminando relojes que sugerían pillaje. Estas modificaciones buscaban no solo celebrar un triunfo, sino construir un relato heroico específico.

Stalin fue un maestro de la desaparición fotográfica, eliminando enemigos y aliados por igual de las imágenes para reescribir la historia a su conveniencia. Esta práctica no se limitó a la Unión Soviética: figuras como Hitler y Mussolini también manipularon fotos para proyectar una imagen de poder inquebrantable, borrando a personas de su lado para fortalecer su narrativa personal de liderazgo.

La manipulación fotográfica no se detiene en figuras históricas; incluso en tiempos recientes, revistas de prestigio como The Economist han optado por editar sus portadas para transmitir mensajes más potentes, como al resaltar la soledad de Obama frente a la crisis de la marea negra, eliminando a otras personas presentes.