El 20 de noviembre de 1992, la vida de Maria Àngels Feliu, una farmacéutica de Olot y madre de familia, cambió para siempre. Cinco hombres la arrancaron de su cotidianidad, dando inicio al secuestro más largo registrado en nuestro país fuera del contexto terrorista. Feliu fue confinada en un zulo construido dentro del garaje de una casa muy cerca de su lugar de trabajo, un espacio tan reducido que le impedía adoptar una postura erguida o acostarse plenamente, sumiéndola en una oscuridad casi total durante 492 días.
La existencia de Feliu durante aquellos días se vio marcada por el aislamiento total. La oscuridad y la humedad fueron sus únicas compañeras constantes, con la excepción de una radio que, encendida las 24 horas, se convertía en su único vínculo con el mundo exterior. A través de ella, Feliu llegó a escuchar que había sido dada por muerta, un momento devastador que compartió en su declaración ante el juez una década después de su cautiverio.
El proceso para identificar y capturar a los responsables de este crimen fue complejo y lleno de contratiempos. Lo inaudito del caso radicaba en que los secuestradores eran figuras conocidas dentro de la comunidad, incluyendo a dos policías locales de Olot. Este detalle clave, su conocimiento profundo sobre las operaciones de la Guardia Civil, mantuvo en vilo a los investigadores hasta que, finalmente, la cercanía geográfica y el miedo a ser descubiertos propiciaron la liberación de Feliu sin el pago del rescate demandado.
A su regreso, Feliu enfrentó no solo las secuelas físicas y psicológicas de su encierro, sino también el escrutinio público. La apariencia de su cabello tras la liberación alimentó especulaciones y teorías conspirativas sobre la veracidad de su secuestro, sumando una capa adicional de sufrimiento a su ya compleja recuperación. A pesar de los desafíos, su determinación y fortaleza se mantuvieron inquebrantables.
El juicio de sus captores no se celebró hasta ocho años después del secuestro, culminando con la absolución de tres de los ocho detenidos. Este desenlace, sin embargo, no apaciguó el dolor de Feliu. Su mayor reproche hacia aquellos que le arrebataron casi 500 días de su vida fue el tiempo perdido con sus hijos, un vacío irrecuperable que ni el tiempo ni la justicia pueden llenar.
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