La situación en la acería de Azovstal, en la ciudad ucraniana de Mariúpol, es límite. Según han anunciado las tropas ucranianas,el Ejército ruso ya habría entrado en las instalacionesdonde aún se mantienen ocultos 200 civiles, entre los que hay una treintena de niños, a la espera de ser rescatados y evacuados a puntos más seguros del país. Sin embargo, los soldados de Putin no lo tienen nada fácil para acceder a los puntos de la planta donde se encuentran tanto los militares ucranianos como los civiles.

La razón: Azovstal es una auténtica fortaleza. Cuenta con unos muros de gran consistencia y grosor. De hecho, no puede ser destruida por aire, y por eso los rusos han estado usando bombas pesadas para poder penetrar. Construida en los años 30 del siglo pasado, mantiene una impresionante extensión de 11 kilómetros cuadrados repleto de hornos y múltiples edificios que albergan desde talleres hasta almacenes. Y es que se trata de una de las acerías más grandes de Europa (antes de la invasión rusa, producía más de cuatro millones de toneladas de acero brutos anuales).

En Azovstal destaca también, en el complejo que compone esa pequeña ciudad, una línea propia de ferrocarril. Tan grande que parte del espacio está ocupado por kilómetros de vías férreas que conectan todo el recinto con el exterior. No obstante, una de las claves de este lugar está en lo que hay debajo de las propias instalaciones. Bajo los talleres, las fundiciones y las chimeneas hay varios niveles subterráneos, con búnkeres comunicados y un laberinto compuesto de 24 kilómetros de túneles altamente seguros y que se extienden a una profundidad de hasta seis pisos subterráneos.

Precisamente, en esos túneles se mueven los soldados ucranianos y se esconden los civiles. Se refugian en búnkeres con capacidad para acoger a unas 80 o 100 personas. Es allí donde se encuentran protegidos, aunque sin ver la luz del sol ni disponer de agua corriente, mientras varios metros más arriba las bombas siguen cayendo. Azovstal estaba preparada para lo que pudiera pasar. Tras el ataque sufrido en 1941 por los nazis, el lugar se convirtió en un acorazado gigante capaz de soportar ataques aéreos y bombas nucleares. Ahora, casi un siglo después, vuelve a servir de refugio ante el horror.