Al mismo tiempo que se inventaron los impuestos se idearon formas de no pagarlos. O de abonar la menor cantidad posible. Los paraísos fiscales no son otra cosa que hijos del mundo globalizado: lugares donde los tributos son bajos o inexistentes y a los que pueden acudir ciudadanos de otros países.

Panamá, las Islas Seychelles, las Islas Vírgenes Británicas… En el imaginario siempre aparecen algunos nombres foráneos –y, generalmente, en islas del Caribe- a la hora de hablar de estos territorios con bajos gravámenes.

Muchos de ellos también ofrecen el llamado secreto bancario: una protección extrema de los datos financieros que no se levanta ni en el supuesto de la investigación de determinados delitos.

De acuerdo con la OCDE, son cuatro las características clave que determinan qué es un paraíso fiscal:

  • La legislación del país no impone tributos o solo los impone de forma nominal.
  • Falta de transparencia.
  • No hay intercambio de información fiscal con otros países.
  • Se permite a los residentes beneficiarse de rebajas impositivas, pese a que no desarrollen allí su actividad.

Existen varios listados de los organismos internacionales a la hora de determinar qué países son o no paraísos fiscales. La última lista de la Unión Europea, que recoge las jurisdicciones no cooperativas, se limita a solo doce países: Samoa Americana, la isla de Anguila, Dominica, las Fiji, Guam, Palau, Panamá, Samoa, Trinidad y Tobago, las Islas Vírgenes Británicas, Vanuato y las Seychelles.

Sin embargo, el listado de la Agencia Tributaria española es algo más largo e incluye a 32 jurisdicciones distintas: desde el Emirato de Bahrein, pasando por las Islas Cook, Nauru o Liechtenstein.