Junio de 2020. En plena desescalada tras el confinamiento y con los primeros turistas alemanes llegando ya a Ibiza, España aguardaba impaciente el poder pasar de fase, mientras decíamos adiós a las videollamadas.

Las cifras de fallecidos por coronavirus estaban entonces al mínimo y al fin llegó el gran día: el 21 de junio concluía el primer estado de alarma de la pandemia, se levantaban las restricciones a la movilidad y por fin podíamos viajar entre provincias.

Llegó julio y pudimos ir al fin a la playa, si bien parcelada y con aforos limitados, a la montaña o al chiringuito, aunque nos quedamos sin fiestas regionales ni Sanfermines.

Surgían por entonces las dudas sobre cómo reabrir las piscinas comunitarias, las discotecas volvían a llenarse, aunque con el baile prohibido, y los gimnasios recuperaban su actividad.

No obstante, todo era distinto: en aquellos días estivales, comunidad a comunidad, la mascarilla acabó haciéndose obligatoria en toda España.

Sin embargo, éramos optimistas y pasamos de los aplausos y las celebraciones de balcón a balcón a las reuniones multitudinarias: con esa relajación llegaron los rebrotes y, de nuevo, la transmisión comunitaria.

Aumentaron los test, los rastreadores y las pruebas PCR, pero nos dimos de bruces con la realidad: el virus no se había ido y la curva de contagios iba en ascenso.

Un verano, el del año de la pandemia, que pasamos planeando una incierta vuelta al cole tras meses lejos de las aulas, con mascarillas, distancia y muchas normas nuevas, pero que los más pequeños miraban con expectación y ganas de reencontrarse con sus compañeros.

También muchos adultos tenían en aquellos últimos días del verano la vista puesta en la vuelta al trabajo, en muchos casos tras meses de teletrabajo o de inactividad. Pero llegó septiembre, y con él, el final del verano de la pandemia.