Diana Quer se despidió el 22 de agosto de 2016 de sus amigas en las fiestas de A pobra Do Caramiñal. Se fue caminando, sola. Fue en una pizzería, a tan solo un kilómetro de su casa, donde la vieron por última vez. Tenía miedo, no se sentía segura, y le envió un mensaje a un amigo contándole que alguien le perseguía.

Ese mismo día, la madre de Diana denunció su desaparición. Se oganizaron batidas y las calles se llenaron con carteles con su cara. Solo tenían una pista, la ropa que llevaba puesta esa noche: camiseta blanca, shorts blancos y zapatillas negras. Su móvil se convirtió en una de las claves de la investigación.

Lo encontró una mariscadora cerca del puente de Taragoña, un lugar próximo a Rianxo donde, precisamente, está situado el domicilio del asesino confeso. Según la señal, Diana había recorrido 17 kilómetros en menos de 14 minutos. Un trayecto demasiado largo para hacerse a pie. La policía determinó así que pudo haberse subido en un coche.

Ocho meses después consiguieron desbloquear el teléfono pero no encontraron nada; ninguna pista que ayudase en la investigación. Interrogaron a más de 400 personas, entre ellos el asesino confeso. Aunque en aquel momento no fue detenido por la Guardia Civil. Casi 500 días después se pone fin a una dolorosa incertidumbre.