Rojo carmesí es el color que tienen ahora las aguas del río ruso Ambarnaya, en Siberia. Por desgracia, no se debe a un fenómeno con el que la naturaleza nos sorprende, sino que es consecuencia de un vertido de cerca de 21.000 toneladas de diésel procedentes de una central térmica en el Círculo Polar Artíco.

El derrumbe del depósito donde se almacenaba se produjo el 29 de mayo. Un satélite de la Agencia Espacial Europea ha captado las impresionantes imágenes del antes y el después: cinco días antes del desastre, el río tenía un aspecto normal desde arriba. Sin embargo, pocos días después del vertido, el mismo satélite captaba las imágenes en las que se observa cómo el fuel no dejaba de expandirse.

Esto demuestra que Rusia ha fracasado en su intento de frenar el vertido por el río colocando barreras, porque este se extiende ya a lo largo de 12 kilómetros. Abarca una superficie de 500 hectáreas (más de 500 campos de fútbol).

El temor ahora es que los tóxicos disueltos en el agua alcancen el mar de Kara, en el Glacial Ártico, una de las zonas más remotas del mundo pero gravemente amenazada por la acción industrial y el cambio climático.

El gobierno ruso, que ante el tremendo desastre ha declarado el estado de emergencia, asegura que tendrá la situación completamente controlada en un mes. Su estrategia, según el ministro de medioambiente, pasa por recuperar la mayor parte de fuel y quemarlo.

Además, varios de los trabajadores de la central han sido detenidos acusados de negligencia, entre ellos, el jefe de calderas de la planta, por haber tardado en informar al Gobierno. Estarán en prisión hasta al menos el 31 de julio.

Los ecologistas sostienen que se trata del mayor desastre medioambiental ocurrido jamás en el Ártico. Y aunque aún es pronto para predecir los terribles efectos, sí tienen claro que las consecuencias de esta catástrofe durarán, como poco, 15 años.