La dictadura de Franco llevó a miles de españoles a exiliarse al finalizar la Guerra Civil. Los que pudieron huir acabaron, sin suerte, en los campos de concentración que las tropas nazis habían creado en diversos puntos de Europa; pero los que quedaron en España también sufrieron el terror de las cárceles ideológicas en sus propios territorios.

El "verdadero holocausto ideológico" de Franco ha sido detallado y desmembrado en el libro de Carlos Hérnandez 'Los campos de concentración de Franco', donde el autor explica la larga vida que el dictador dio a los campos de concentración y trabajo, desde las primeras horas del 19 de julio hasta la muerte del general gallego.

La llamada "limpieza necesaria" que el propio Franco, afirmaba, había que efectuar, comenzó por eliminar todo aquello que supusiera un atisbo de mancha republicana en las tierras que acababa de dominar.

El general Mola llamaba a "eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas y sindicalistas", mientras que el general Navarro era aún más directo y exigía "el exterminio de los enemigos de España", que ascendían a un tercio de la población masculina de la época, ya que las mujeres "no encaban en los campos de concentración".

Unas de las medidas inmediatas para cumplir sus objetivos sería la implantación de campos de concentración, al principio dominados por los comandantes de provincias y posteriormente centralizados, hasta, como afirma Carlos Hernández convertirse en la nación entera: "solo hubo uno y se llamaba España".

Dentro del extenso territorio peninsular cada persona era culpabilizada pero, además, como prosigue explicando Hernández en su segundo libro tras una investigación exacta, hubo 296 campos de concentración repartidos por todo el Estado, con especial relevancia en la Comunidad Valenciana y Andalucía.

Más de 700.000 españoles fueron encerrados en plazas de toros, estadios de fútbol e incluso edificios religiosos que se convirtieron en testigos del terror. Entre ellos, 10.000 fueron directamente fusilados y otra porción incalculable acabó "frente a pelotones de fusilamiento o en cárceles que especialmente en los primeros años de la dictadura fueron verdaderos centros de exterminio", además de los que sufrieron una muerte lenta por la falta de alimento o sanidad.

Los campos estaban organizados por categorías: los que debían ser fusilados, calificados como "asesinos, forajidos o enemigos de la patria española", y aquellos que podían ser "reeducados mediante el sometimiento, la humillación, el miedo y los trabajos forzosos", denominados por el autor "bellacos engañados".

Prisioneros de las Brigadas Internacionales en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, Burgos

"Los cautivos eran sometidos a un proceso de deshumanización. Despojados de sus pertenencias más personales, la mayor parte de las veces eran rapados al cero e incorporados a una masa impersonal que se movía a toque de corneta y a golpe de porra. Las condiciones infrahumanas en el campo les degradaban psicológicamente desde el primer momento", explica Carlos Hernández en su libro.

Meses después del fin de la guerra, a finales de 1939, el dictador intentó tapar la existencia de campos de concentración para mejorar su proyección internacional, pero siguieron existiendo en la clandestinidad como lugares donde se "reeducaba" a republicanos y homosexuales.

A pesar de la liberación, el control sobre los exprisioneros siguió palpándose: "Volvieron a ser detenidos, encarcelados o fusilados tras ser sometidos a nuevos procesos judiciales. Quienes estaban en edad militar tuvieron que hacer la 'mili de Franco', iniciando un nuevo período de cautiverio y trabajo esclavo. Todos, casi sin excepción, permanecieron para siempre vigilados y marginados social y económicamente: los empleos y los nuevos negocios fueron solo para quienes habían combatido en las filas del Ejército vencedor".