La mera existencia de niños soldado es algo completamente prohibido por el Derecho Internacional. Sin embargo, es un fenómeno persistente en todo el mundo que convierte a quienes solo deberían ser considerados niños en víctimas y verdugos y les sitúa en una zona claroscura de la que rara vez consiguen salir, cargando así con un estigma de por vida.

Las fuerzas del Gobierno de Salva Kiir rodearon la aldea de Wangkei, en el estado de Unidad (Sudán del Sur), en el verano de 2016, días antes de que estallaran los enfrentamientos en Yuba, la capital, con los fieles de Riek Machar. Fueron casa por casa y se llevaron a todo el que podía combatir.

"Muchos de nosotros éramos muy jóvenes", cuenta John, que ahora tiene 17 años, a Human Rights Watch (HRW). John entonces estaba en el límite legal. Las normas internacionales prohíben expresamente reclutar a menores de 15 años en las Fuerzas Armadas regulares o en grupos armados para participar activamente en las hostilidades.

"Los más jóvenes parecían tener 10 años. Estaban llorando porque les habían apartado de sus padres. Si llorabas demasiado, te pegaban", recuerda. La fuerza es también clave para los entrenamientos.

"Nos pisaban la tripa y la cabeza por ser perezosos (...) Una vez me dieron cien latigazos por no despertarme a tiempo", comenta Bonifacio, que fue reclutado por una milicia nuer, la etnia de Machar, en 2016.

Otros niños soldado entrevistados por HRW aseguran que recibían descargas eléctricas como castigo.

Gloria Atiba Davies, jefa de la Unidad de Niños y Género de la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional (TPI), explica que "les encargan desempeñar distintos papeles", como limpiar o cocinar, aunque también otros que suponen una implicación directa en la guerra, como espiar o combatir.

John llegó a participar en los enfrentamientos. "La orden era matar a quien fuera", dice. Jean, capturado por los rebeldes sursudaneses con 13 años, precisa que cuando llegaban a una aldea la orden era "entrar en la casa y, si la persona corría, disparar a una pierna; si insistía, pegarla; y, si no respondía, matarla".

"Yo nunca tuve que matar a nadie pero sí pegar porque, si me negaba, mi jefe podía considerarme un enemigo", relata. Es en ese preciso instante, en el que toman las armas, cuando, además de víctimas de reclutamiento forzado y numerosos abusos, se convierten en potenciales criminales.