Los tsunamis son viejos conocidos en las costas de Asia. En 2011, una gran lengua de barro se llevaba por delante miles de vehículos y hasta casas en Japón. Los barcos, arrastrados por la fuerza del agua, se adentraban en tierra. Dejó más de 18.000 muertos.

También una crisis nuclear al estallar un reactor de la central de Fukushima. Fue el peor accidente nuclear desde Chernobil y todavía, siete años después, hay 73.000 desplazados por la radiación.

En 2004, otra gran ola arrasaba las playas del sudeste asiático dejó miles de desaparecidos. Los hoteles de una de las zonas más turísticas del mundo quedaron destrozados tras su paso. El agua se tragó la vida de unas 230.000 personas de una docena de países. La mayoría de los muertos procedían de Indonesia.

Este país se encuentra en el conocido como Anillo de fuego del Pacífico. Registra unos 7.000 temblores al año, por lo que esta zona es propensa a sufrir los mortíferos tsunamis. También Chile los sufre: en 2010 otro tsunami azotó al país. El agua arrasó todo y dejó 500 muertos.

Todos estos tsunamis estuvieron provocados por terremotos, pero el último que ha afectado a Indonesia ha tenido su origen en el volcán Anak Krakatoa, cuya erupción en el siglo XIX tuvo una fuerza comparable a la de 13.000 bombas atómicas como la de Hiroshima.

Ese mismo siglo, otro volcán indonesio logró apagar el mismísimo verano: las cenizas impidieron el paso de los rayos del sol y provocó una bajada de temperaturas durante meses.