En la madrugada del 26 de abril de 1986, la vida de los habitantes de Chernobil, una ciudad ubicada en el norte de Ucrania, cambió para siempre. Ese trágico día se produjo uno de los mayores catástrofes nucleares de la historia después de que la central nuclear instalada en la región sufriera un accidente.

Aquel día marcó un antes y un después en la vida de las personas que allí vivían como confiesa una de sus supervivientes, Svieta Volochay, de la Asociación vasca Chernobil Elkartea. "Todavía hay radiación en nuestra aldea, perdemos familiares, vivimos con dolor y estamos solos", afirma la mujer, una maestra de la pequeña localidad de Orane, en Ucrania.

Esta profesora, que tenía 12 años cuando ocurrió la tragedia, aún vive en la aldea, al borde de la zona de exclusión de 30 kilómetros a la redonda que el Ejército soviético estableció tras la catástrofe, por orden del Gobierno de Moscú. Explica que el lugar donde vive en la actualidad fue "uno de los más contaminados": "Los militares que trabajaban en Chernóbil venían al pueblo para contactar con sus familiares a través del correo y sus coches y pertenencias estaban envenenados con radiactividad".

Pese a ello, ella lo tenía claro: no iba a abandonar su pueblo. Volochay ingresó durante los años 90 en Chernobil Elkartea, entidad sin ánimo de lucro que organiza regularmente programas de acogida en España para jóvenes de esta zona ucraniana. Esta inciativa, según explica, les ha ayudad mucho ya que tras dos meses en España "el sistema inmunológico de estos adolescentes mejora mucho". Y es que la mujer ansía "dar un futuro a los jóvenes, que son los que más problemas de salud tienen por culpa de la radiación".

Según recuerda, la semana siguiente al accidente transcurrió "con una falsa tranquilidad" como si no hubiera sucedido nada importante, hasta que un día en el colegio les explicaron en qué consistía la radiación y les aconsejaron cerrar las ventanas de casa, cegar los pozos y tomar pastillas de yodo.

Meses más tarde llegó el comunicado de que debían evacuar la aldea y proceder a una revisión médica cada miembro de la familia. "A mi hermana le detectaron una cantidad de cerca de 800 roentgens/hora, cuando la dosis considerada normal en el ser humano es de 0,02", explica.

"Los adultos nos daban una esperanza de vida de dos años", recuerda, por lo que los pequeños comenzaron a planear "cómo vivir" sus "últimos días": "Yo estaba muy enfadada ante la perspectiva de que no podría terminar mis estudios en la escuela". Incñuso, afirma que se acostumbraron "a vivir con la incertidumbre": "Sin saber cuándo nos detectarían algo malo a cada uno".

Hasta que en un momento dado, el cáncer empezó a afectar a toda su familia. "Primero, fue mi primo, después, mi tío; luego, mi hermano; ahora, mi hermana y yo tenemos problemas de tiroides", detalla Volochay. "Estamos solos", afirma, y e que hasta 2015 existía una subvención para apoyar a las personas afectadas, pero en esa fecha se suspendió la ayuda y "solo los liquidadores de primera categoría reciben todavía 327 grivnas", unos 11 euros.

Y eso a pesar de que "en cada hogar hay, mínimo, un familiar con cáncer" pero hay personas sin dinero para pagar el tratamiento, explica esta maestra. Actualmente, la superviviente afirma que el aire de la región no está tan polucionado pero "el problema sigue en la tierra, sobre todo en especies como las setas", lo que imposibilita cultivar alimentos sanos.

Por último, Volochay declara que, según algunos expertos, deberán esperar "300 años para que la radiactividad desaparezca": "Así que para nosotros el problema nunca terminará". El impactante testimonio de esta maestra se suma a la campaña antinuclear de Greenpeace. "La energía nuclear es peligrosa, la radiación no tiene fronteras y la salud debe estar por encima del interés económico", destaca a la vez que insiste: "Nos creemos dioses y no lo somos".