Hay imágenes que nunca se olvidan, reza el tópico. Y más o menos todo lo contrario al cliché es la naturalidad e impacto que obliga a determinadas instantáneas a quedar guardadas para siempre en nuestra retina.

No vamos a descubrir ahora que la fotografía de la última final de Champions del Valencia no fue Pellegrino, ni Mendieta, ni si quiera Oliver Kahn: fue Santiago Cañizares y su toalla diciendo que no, que no era posible. Unas lágrimas que al fin y al cabo, siempre fueron de subcampeón.

Tampoco vamos a rememorar con excesivo detalle el día que, siete años después, David Navarro le rompió la nariz a Burdisso de un puñetazo días antes de que el conjunto Ché pisara los cuartos de final de la máxima competición continental por última vez.

Y por último, tampoco vamos a recordar con especial énfasis la noche en la que Raúl empezó a despedir a Mestalla de los octavos de final hace nueve años con su señor Schalke 04.

No. Eso ya es pasado y basta ya de resucitar el mal augurio y los recuerdos fatídicos a pesar de las semejanzas. Hoy toca escribir la crónica al revés, terminar pensando en lo que acaba de suceder en Ámsterdam ahora mismo: El Valencia, el mismo equipo que siempre vuelve, el mismo conjunto que se crece ante los terremotos en su banquillo, y el mismo colectivo que Dani Parejo lidera desde el calentamiento, ha visto cómo esta noche en el Johan Cruyff Arena no importaba el Ajax (líder hasta ahora) ni se miraba de reojo al Chelsea, sino que lo que se hacía sobre el césped era ser un equipo grande, ganar con las paradas de Jaume, alguna vieja tangana y un gol de Rodrigo para acceder a octavos de final gritando al mundo que ellos, el Valencia, pasan como primeros del grupo imposible y vuelven a estar aquí.