El fútbol tiene estas cosas. Que de la pasión a la intrascendencia hay una delgada línea. Y el desenlace de esta fase de grupos de Champions League donde el Real Madrid llegaba a Bélgica sabiendo que accedería a octavos como segundo sí o sí fue la premisa perfecta para crear un partido totalmente carente de interés. Los esfuerzos por ver si Jovic marcaba un gol o Isco inventaba algo se intercalaban con si a Joao Félix le dejaban tirar un penalti o si Neymar seguía haciendo diabluras junto a Mbappé ante el Galatasaray.

Porque sí, el foco estaba en otro lado muy lejos de ese estadio Jan Breydel de Brujas. Estaba en un posible bombo de octavos donde ojo a quiénes serán los primeros: PSG, Bayern, City, Juventus, Liverpool, Barça, Leipzig y Valencia por un nada desdeñable conjunto de segundos: Real Madrid, Tottenham, Atalanta, Atleti, Nápoles, Dortmund, Lyon y Chelsea. Una infinidad de combinaciones con las que hubo tiempo de sobra para especular mientras Brujas y Real Madrid continuaban jugando.

Pero este deporte, que es así, soberano del espectáculo, nos dio una tregua al sopor tremebundo que estábamos mirando sin ver cuando el exterior de Luka Modric se encendió, Odriozola apareció por primera vez en la temporada y Rodrygo la puso con música con la izquierda para recordarnos que no estaba ahí por causalidad. Dos minutos de frenesí que Vanaken correspondió perforando la portería de Areola y que Vinícius, poco después, cerró con un tanto tras pescar en un área pequeña revuelta.

Espejismo de algo más donde, por cierto, el Madrid al fin y al cabo estaba cumpliendo... como hizo Modric en el descuento para poner el 1-3, cerrar este prescindible trámite y volverse a Madrid tras un partido cuyo guion ya estaba escrito antes de despegar de Barajas. Pero lo bueno de todo, no se engañen, es que a partir de febrero nada puede ser peor.