A finales del siglo XIX, la pintura sale de los salones para perderse por las calles de Montmartre, un barrio marginal donde la vivienda era mucho más asequible. Obreros, prostitutas, tenderos y mendigos encontraron allí un lugar donde poder vivir. Este ambiente atrae al artista moderno que huye de los valores burgueses, para darles una patada.

La prostituta representaba lo contrario a la mujer de alta sociedad: libertad y accesibilidad sexual. Pronto se convirtieron en protagonistas de estos cuadros. Para ellos la prostituta podía ser solo una modelo, pero luego el artista decidió que la retrataría como una prostituta porque eso era antisistema. Mujeres que no llegaron nunca a salir ni de su anonimato ni de su penuria. Aunque pocos artistas decidieron mostrar esta cara de su realidad. Vivían en los burdeles donde eran sometidas a chequeos médicos anuales.

Se las culpaba de un mal que asolaba París por entonces: la sífilis. Si el análisis era positivo las internaban en el hospital de Saint Lazare. La mujer era la portadora de la enfermedad, y se las veía como un peligro. Desconocemos sus historias personales, pero conocemos su rostro y su cuerpo. Sin embargo, las historias de dos mujeres si que se han conservado: ellas eran bailarinas, aunque de vez en cuando si que ejercerían la prostitución, como lo hacían muchas actrices, para ganar dinero.

Toulose-Lautrec retrata a 'la Goulue', una célebre bailarina del Moulin Rouge que fue sustituida por Jane Avril. Acabó con depresión y alcoholismo, desdentada y mendigando en la calle. Su sucesora tampoco llevó una vida sencilla: después de ser maltratada, huyó a los trece años de casa, estuvo ingresada en un hospital para histéricas, hasta que trasladó esas convulsiones al escenario. Una época hermosa para el que estaba detrás del lienzo, pero no tanto para la que posaba delante de él.