Rescatamos la inolvidable cara de Meryl Streep cuando Robert Redford le cura en plena sabana. Irresistible, y eso que ella lo captó ya madurito, en los ochenta. Hubo un tiempo en que llamar a alguien Robert Redford era sinónimo de guapo, porque su mirada hipnotizaba. Por ese mismo rostro quedó también prendada Jane Fonda. Y ya entonces, en los sesenta, descubrimos que no era solo la cara de un galán.

Podía ser un cómico. Redford era capaz de cambiar el traje y la corbata por las pieles y la dureza de la montaña. Vimos odio en su cara y fuerza en sus puños para mostrarnos su lado más salvaje. Llegó su mejor amigo en la pantalla, Paul Newman, y supo estar a la altura de los ojos azules más adorados del séptimo arte para demostrarnos que los suyos también sabían mentir.

Pero al mismo tiempo, esa mirada también fue capaz de desvelarnos oscuros secretos, los de la Casa Blanca. Redford y Dustin Hoffman destaparon el Watergate en la gran pantalla. Ahí, vimos bondad e integridad.

Tenia la mirada de un líder, como la del alcaide de una prisión que se hacía pasar por preso y que al dejarla nos emocionaba. Ahora se va. Deja el cine a los 81 años, después de haber hecho una película sobre un ladrón de bancos. Unos 60 años que ya vemos con otra óptica, la de la nostalgia.