El Führer no debió tomarse muy bien la respuesta: a pesar de sus órdenes, París no ardió el día de su liberación por parte de los aliados, y fue gracias a uno de los suyos: El gobernador militar Dietrich von Choltitz, que ignoró el mandato de Hitler de destruir la capital francesa en caso de que la recuperasen los aliados.

Von Choltiz supo apreciar el valor artístico de la ciudad y es por su decisión que todavía podemos subir a la torre Eiffel. Una suerte que se ha repetido varias veces en la historia. Kioto podría haber quedado reducida a cenizas si no hubiese sido por Henry L. Stimson, secretario de guerra del gobierno estadounidense.

Cuando llegó la hora de decidir qué ciudades iban a recibir el impacto nuclear, Stimson descartó Kioto. Aunque las razones se desconocen, se dice que fue porque pasó allí su luna de miel. Una alegría para los habitantes de Kioto, pero no tanto para los de Hiroshima.

Las ciudades no suelen sobrevivir a los desastres de la guerra. Por eso, los gobiernos se anticipan a los tanques para salvar todo lo posible. Nada más acabar la guerra, Franco reclamó a la Sociedad de Naciones las obras del Prado. Pero apenas tres años antes estuvieron a punto de destruirse.

Fue el gobierno de la Segunda República quien evacuó el museo cuando las bombas y la metralla llegaron a Madrid. Algo similar a lo que hizo Roosevelt cuando envió a una brigada de conservadores y estudiantes de arte al frente de guerra. Su misión era impedir que las grandes obras maestras del arte europeo cayese en manos de los nazis.

Todavía hoy en día se siguen tomando este tipo de medidas. El Museo de Damasco reabrió sus puertas en octubre después de siete años convertido en el bastión del arte sirio. Allí fueron a parar las colecciones de los principales museos del país. No sólo las sufren las personas, el arte también es un superviviente de guerra.