Kursk era el nombre de un submarino nuclear ruso, pero también es el recuerdo de una catástrofe. El director Thomas Vinterberg lleva al cine la historia real de una máquina de guerra que el 12 de agosto del año 2000 explotó y se hundió en el mar de Barents, con 118 tripulantes a bordo.
Con 18 torpedos antibuque y 22 misiles de crucero. En tiempo de paz, Rusia quería demostrar al mundo con el Kursk la buena salud de su flota militar.
Lo consideraban indestructible, pero poco después de comunicarse con la base con un escueto "listos para disparar torpedos", se pierde toda comunicación.
Un torpedo en mal estado explota y dos minutos después hay una segunda explosión. La detonación fue tan grande que se detectó hasta en Alaska, pero la base en tierra tardó seis horas en darse cuenta y la noticia no se hizo pública hasta dos días después. Los familiares se enteraron por televisión y Putin tardó varios días en poner fin a sus vacaciones de verano para ponerse al frente de la crisis.
"¿Cuánto va a durar esto? Nuestros hijos están encerrados en esa lata por un sueldo mísero de 50 dólares". Así recriminaba esta madre de un tripulante al vicepresidente del gobierno la falta de información justo antes de que una enfermera la sedara.
Porque a las familias les daban esperanzas, mientras Rusia dio por perdida desde el principio la operación de rescate y se negó durante días a aceptar la ayuda internacional, temerosa a revelar secretos militares.
Nueve días después consiguieron entrar los submarinistas noruegos, sólo tardaron 24 horas en acceder y comprobar que toda la nave estaba inundada. No había supervivientes.
Pero varias cartas escritas "a ciegas" por un soldado dejaron en evidencia las mentiras rusas. 23 personas habían sobrevivido a la explosión, atrincheradas detrás de un muro protector sin calefacción, ventilación ni comunicaciones, viendo poco a poco como su refugio también se inundaba, como se quedaban sin esperanzas. Porque para cuando, 80 días después, reflotaron el Kursk ya era tarde.
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Las causas Bien por alguna tragedia o por elementos naturales, e incluso por la contaminación, muchos monumentos necesitan pasar por restauración para recuperar el brillo perdido.