Hubo una época en la que comerciar y escuchar música occidental en la Unión Soviética formaba parte del cómputo de actividades ilegales. Los salvajes ritmos y las transgresoras letras de artistas como los Rolling Stones, The Who o Elvis Presley suponían, para la persona que estuviera en posesión de este material, un completo desafío al régimen comunista.
Sin embargo, la pena que imponía el gobierno ruso por la introducción y el uso de estos archivos musicales no parecía suficiente para los amantes de la música moderna, aun sabiendo que la proclamación deliberada de los artistas defensores del capitalismo y enemigos del comunismo se condenaba con la cárcel o la estancia en campos de trabajo.
A pesar de la estricta prohibición, derrocharon ingenio y creatividad en generar nuevas formas de pasar de un lado a otro la música que venía de fuera. Y lo consiguieron.
Durante más de 70 años, la Unión Soviética había establecido la estricta prohibición de importar cualquier producto que tuviera que ver con occidente. Fueron los soldados soviéticos los pioneros en la introducción ilegal de los productos culturales venidos de fuera, tras el fin de la Guerra Mundial.
Fueron ellos los primeros en arriesgar sus vidas al contrariar las medidas impuestas por el gobierno ruso por un nimio beneficio económico, sin saber que estaban generando un movimiento políticocultural en los suburbios rusos.
Si bien durante la guerra fría Nikita Kruschev utilizaba a héroes patrios como Yuri Gagarin para ensalzar la potencia política y militar de su país, en la parte trasera de las calles se reunían con cada vez mayor frecuencia los amantes del estilo de vida occidental para escuchar los nuevos géneros musicales en estos 'discos-hueso'.
A escondidas del gobierno, estos 'enemigos del comunismo' se reunían en edificios comunales prefabricados denominados 'hrushchevkas' para deleitarse con los sonidos frescos que traía la libertad artística de occidente.
El movimiento, que proliferaría en los años cincuenta, tuvo que tirar de originalidad en una época en la que el vinilo escaseaba y su coste era demasiado alto en el país comunista. De esta forma, se las ingeniaron, incluso, para mandar discos enteros en inofensivas postales.
La situación era complicada para aquellos encargados de copiar esta música, pues eran considerados enemigos de los soviets. Si les pillaban en pleno ejercicio de oposición al régimen, podían caerle penas de tres a cinco años en un campo de trabajo. Allí acabó el primer soviético que popularizó aquello de llevar la música en los huesos.
Estados Unidos le estaba ganando una guerra diferente a Rusia: la guerra cultural.