Hubo un tiempo en el que el estilo neoclásico era el último grito en arquitectura. Pero ya a finales del siglo pasado, la cosa se había quedado un poco anticuada. Eso es lo que pensó François Mitterand hace 30 años.

Contrató a Leoh Ming Pei para que modernizase el museo del Louvre y el arquitecto chino ideó la famosa pirámide por la que hoy todos identificamos a la pinacoteca.

En 1980 el proyectó desencadenó una oleada de críticas: un edificio tan cargado de historia iba a ser ultrajado por las garras de la modernidad. Sin embargo, una vez finalizada su construcción, todos acabaron alabando la remodelación.

Tanto es así que el otro gran museo de Europa también quiso subirse al carro de la vanguardia. El British Museum se construyó en 1852, y como el Louvre, fue creciendo a medida que su colección, alimentada por el colonialismo, fue haciéndose más grande.

Un año después de que se presentase la pirámide de Pei, se le encargó a Norman Foster el cubrimiento del gran atrio. El arquitecto resolvió esta demanda con una cúpula de vidrio y acero, hoy convertida en insignia del museo.

Aquí en España también nos animamos a modificar otro edificio neoclásico, pero en este caso la arquitectura quiso adaptarse al contenido de su colección.

En 1990, se abre el Reina Sofía, el primer museo de arte contemporáneo de nuestro país. En los 80 el edificio se adaptó a las futuras necesidades museísticas, pero fue en el 2005 cuando llegó el verdadero proyecto innovador.

Jean Nouvel amplió el museo en un 60%, con 92 millones de euros invertidos en su transformación. También creó una plaza, modificando no solo el edificio, si no el espacio público en torno a él.

Pero si hablamos de mezclas extravagantes entre lo antiguo y lo nuevo, el museo real de Ontario se lleva el oro. Un multimillonario aportó 30 millones de euros para una ampliación. No pidió mucho a cambio, solo que ese ala llevase su nombre.

Y es que ya lo decía Darwin, aquí la máxima es adaptarse o morir.