NO ERES BUENO, SOLAMENTE TIENES SUERTE
Si crees que sabes conducir con aquaplaning, es que no tienes ni idea de conducir
El aquaplaning es mucho más peligroso de lo que crees, incluso aunque lo hayas vivido alguna vez. Y por eso debes tener cuidado.

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El aquaplaning es una de esas palabras que suenan a invento de revista para meter miedo, pero cualquiera que lo haya sufrido sabe que no hay nada más real ni más desagradable. No es un derrape gracioso de esos que corriges girando el volante con la habilidad de un piloto de rallies en las campas de un polígono, sino la desaparición súbita de cualquier relación entre tus manos, tus pies y lo que hace el coche. Da igual frenar, girar o pedir ayuda, que los neumáticos se convierten en flotadores baratos y tú en pasajero de un trineo que va donde le da la gana.

Cómo se cuece el desastre
El fenómeno se explica de manera sencilla: la velocidad, la cantidad de agua y el estado de los neumáticos juegan al tres en raya con tu seguridad. Si vas rápido, los surcos de las gomas no tienen tiempo de desalojar el agua, esta forma una cuña y levanta la rueda como si fuese una tabla de surf. Si encima el dibujo del neumático está en el límite legal (ese generoso 1,6 mm) la capacidad de evacuar agua se reduce a la mitad o menos, y si la autovía tiene el drenaje de un fregadero taponado, ya puedes prepararte.
Hablando en claro: con neumáticos nuevos, el aquaplaning total puede aparecer a partir de los 80 km/h en agua profunda, pero con neumáticos viejos puede saltar a poco más de 55. En una autovía española cualquiera, cuando la lluvia cae a cubos y los camiones levantan nubes, ir a 120 en esas condiciones es básicamente probar suerte. No importa si conduces un utilitario o un sedán de dos toneladas: la física no hace excepciones.

El factor suerte que nos hace idiotas
La estadística tiene un sentido del humor cruel. La probabilidad de que te ocurra un aquaplaning total en un viaje concreto es baja, puede rondar el 1% en condiciones complicadas, y eso explica por qué tantos conductores se jactan de ir siempre “al límite” sin que nunca pase nada. Pero lo que olvidan es que las probabilidades se acumulan. Cada viaje con lluvia, cada adelantamiento encharcado, cada neumático que se estira un mes más porque la ITV aún no toca es una vuelta al tambor, y la ruleta rusa funciona así: puedes estar años jugando y seguir vivo, hasta que un día el clic se convierte en bang.
La suerte, además, es tramposa. A veces dos coches circulan por el mismo tramo de agua a la misma velocidad y solo uno pierde el control. Puede depender de un surco en el asfalto, de la presión exacta de los neumáticos o del ángulo en el que entras en el charco. El que sale indemne piensa que tiene manos de campeón y el que acaba contra el quitamiedos se convierte en ejemplo para la estadística. Lo peor es que muchos de los que sobreviven varias veces se convencen de que el peligro es un mito, cuando en realidad lo único que han hecho es agotar clic tras clic.
Segundo intento: otra ráfaga de lluvia, otro charco, otra vez que el coche se suelta por un segundo y vuelve como si nada. El volante vibra un instante, tú sueltas un bufido y mascullas satisfecho: “siempre exageran con esto del aquaplaning, a mí nunca me pasa”. Otro clic, otra bala esquivada, y otra dosis de soberbia en el ego.

Cuando la suerte se agota
La diferencia entre un conductor responsable y otro que confunde suerte con pericia está en cómo interpretan el límite. El primero entiende que los 120 km/h del cartel son válidos con el asfalto seco, neumáticos en buen estado y visibilidad plena. El segundo cree que la cifra es inmutable y que, si la ley lo permite, la física también. El primero levanta el pie a 90 en cuanto el agua cubre la calzada, aumenta la distancia y revisa la presión de los neumáticos antes de salir. El segundo pone el control de crucero, reza al ABS y sigue con el pie derecho dormido.
Y el día que las condiciones se alinean (la lluvia más intensa, el charco más profundo, el neumático más gastado) ya no hay clic. El coche se eleva sobre el agua, las ruedas giran en falso, el volante se queda muerto y el mundo entero se convierte en una pista de patinaje sin barandilla antes de que todo dé vueltas. En ese instante, cuando ya es tarde, te sorprendes pensando “qué mal, pues esta vez no controlo”. Y es que la ruleta rusa siempre termina igual: con un disparo.
Bang.
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