Llegar al día en que comienzas las vacaciones con un agotamiento bestial.

Empezar a desconectar un poco, a descansar, notar que vas sintiéndote mejor.

Que puedes estar un poco aquí.

Y no siempre en lo que tienes que hacer.

Estar contigo también.

Cuando siempre estás por los demás.

La entrega, la reunión, el doble turno, la espalda que te mata.

Salir de las vacaciones sin esa presión en los hombros y en los ojos.

Sin la furia de Twitter y el odio en la nuca.

Sin tener que ser nada, ni listo, ni rápida, ni nada de nada.

Sintiendo que puedes con todo.

Que tampoco está tan mal esto que hemos montado.

Que seguro que si pudieras ser un poco más creativo.

Si te dejaran ser un poco más tú en el trabajo.

Iría mejor. Irías mejor.

Si no te echaran la culpa de cada cosa mala y jamás te felicitaran por las buenas.

Si respetaran tu espacio y tu tiempo, si no te escribieran por cualquier cosa, por cualquier medio, a cualquier hora, cualquier día.

“Para cuando lo veas”.

Pero ya lo has visto.

Porque siempre estamos conectados, siempre disponibles, siempre localizables.

Y si no lo estamos entonces sentimos que deberíamos estarlo.

Llegar el día en el que te reincorporas a trabajar.

A los dos días estar igual de cansado que cuando te fuiste.

La misma nube en las manos y en el pecho.

Con la misma sensación de haberte pasado horas cocinando tu relax.

Comprándolo, lavándolo, cortándolo, horneándolo.

Limpiando después.

Para luego comértelo en cinco minutos.

Tal vez ese sea el sino de nuestros días.

Esta extenuación crónica.

Esta hipervigilancia.

Esta incertidumbre que se ve azuzada por las prisas y los estímulos.

Porque nuestras existencias no existen sin esos estímulos.

Volver.

Y sentir que estás pagando con tu vida el dinero que cobras.

Que no hay otra opción.

Que no eres libre.

Porque para ser libre necesitas comer y para comer tienes que endeudar tu libertad.

Pensar que esto se va, que es solo una vez, que el asombro está siendo desperdiciado.

Y que dicen que el trabajo dignifica.

Ja.