Hace algunos años cuando empecé a escribir en Internet, me hacía el gracioso.

Era muy divertido criticar algo en base a un gusto personal.

Simplemente había que desvelar algo malo en cualquier cosa.

Para tener el aplauso de aquellas personas que querían sentirse especiales por no seguir al rebaño.

Para hacer ver que las personas son imbéciles (tú no, tú nunca) por la mierda que les gusta.

Para ser el más listo el que puede herir con mayor rapidez y facilidad.

Mira cómo desenfundo, qué valiente que soy.

Un día critiqué un anuncio de televisión y dio la casualidad de que le llegó a la gente que lo había hecho.

Vi cómo comentaban con dolor que alguien con tanto impacto como yo, con tantas personas siguiéndome, hubiera destruido su trabajo en un segundo.

Ahí tomé conciencia de algo.

Las palabras, al igual que pueden construir nuevos imaginarios, son capaces de destrozar.

En ese momento me sentí fatal y borré la publicación.

Yo no quería tener el poder de destruir cosas.

Por mucho que eso me hiciera parecer más inteligente.

Por mucho que eso diera un capital social concreto de persona sincera.

La que no se calla nada.

La que dice las “verdades” a la cara.

La verdad está sobrevalorada.

Sobre todo cuando esta no ha sido pedida y además hace daño.

Desde aquel día de hace ya ocho años jamás he vuelto a dar mi opinión negativa públicamente sobre el proyecto cultural de otra persona.

Si veo una película y no me gusta, no digo nada.

Si leo un libro y no me interesa, tampoco.

Lo comento en privado y se entera la gente que me rodea, pero no todo el mundo.

Porque entiendo que mi opinión se basa en un simple gusto personal.

Que hay mucho esfuerzo en muchas cosas que a mí no me gustan.

Que puedo incluso separar y ver lo positivo que hay en aquello que yo detesto.

Así que desde aquel momento comparto mis gustos personales de manera pública cuando algo me gusta.

Entonces lo digo mucho, lo digo todo el rato, lo comparto.

Comparto lo bueno como forma de resistencia ante un mundo que premia el mal.

Para mí es una forma de hacer política de la bondad, de la ternura y de la amabilidad.

Esa que está tan denostado.

Esa que te hace parecer ñoño, débil, ingenuo.

Porque la bondad la puede ver todo el mundo pero lo negativo solo aquellos elegidos que van un paso más allá.

Desde aquel momento he intentado siempre construir con lo que hago.

Saliendo de las dinámicas de los señalamientos personales y las cancelaciones.

Intentando dar una visión estructural de las cosas.

No separándome de los demás.

Esta es mi decisión, ni mejor, ni peor, la mía.

Aquella que me permite poder continuar y gestionar el poder.

Ese poder que tenemos todas las personas al relacionarnos con el mundo.

Intentando responder a la gran pregunta.

De qué es lo que hacemos con nuestras vidas.