Una guerra es siempre un estrepitoso fracaso.

Porque habla de nuestra imposibilidad para compartir un mismo espacio y un mismo tiempo.

Una guerra habla del destierro del diálogo.

Del desalojo del encuentro.

De una imposición.

Una guerra es una bofetada de un progenitor autoritario a su hijo por maricón.

Una guerra es lo contrario a lo que nos proporciona la cultura.

La posibilidad de aprender.

El afecto a la hora de escoger y lanzar las palabras.

Una guerra es obtener la razón a través de la fuerza.

Es lo contrario al abrazo.

Al cuidado, la empatía o la compasión.

Por eso decir que no hay otra opción.

Que una guerra es la única salida.

Es dar por perdida nuestra humanidad.

Una guerra es un desacato a la existencia.

Un escupitajo a la cara de la vida.

A todo aquello que es tan complicado que se produzca.

Y que tan fácil es que se pierda.

Una guerra es un alud que sepulta la esperanza.

Que convierte en quimera la felicidad.

Porque esto, lo que nos pasa mientras estamos aquí, es tan tremendo a veces.

Atravesado por tanto dolor.

Por tanta incertidumbre, precariedad y miedo.

Por tantas pérdidas, por tanta ausencia.

Por tantas cosas inevitables.

Que encima hacemos algo que se puede evitar como una guerra.

Encima no es que te puedas morir.

Es que te puedan matar.

Porque si es injusto marcharte del mundo.

Más injusto es que expulsen de él.

No hay nada más miserable.

¿En medio de una pandemia lo único que se te ocurre es hacer una guerra?

Por eso oponerte a la guerra no es solo una opción.

Es una obligación moral de carácter colectivo.

Porque un “no a la guerra” es un ejercicio de memoria.

Un “no a la guerra” es negarse a que se hagan las cosas como solo unos pocos decidan.

Un “no a la guerra” es un no a la forma en la que tradicionalmente se ha ordenado el mundo.

Un “no a la guerra” es una manera por intentar transformar el poder.

Un “no a la guerra” es un sí a todo lo que no es la guerra.

A todo lo que es hermoso y todavía puede florecer.

Porque está vivo.