La verdad es que siempre le tuve miedo a los hombres. Desde muy pequeño los niños usaron mi forma de estar en el mundo para construir el suyo. Así yo era el niño al que no le gustaba el fútbol, el niño tranquilo, el niño torpe, el estudioso, el que jugaba con muñecas o al elástico, el niño que hacía teatro, el que tenía algo en la voz, en sus manos, en su forma de andar que recordaba a las niñas, el niño con una masculinidad defectuosa, el que puso un pendiente en la oreja izquierda, el del chándal fucsia manchado de pintura verde, el marica, el que solo tenía amigas, el que entraba al baño de las niñas a hablar con ellas, el que no encajaba, no escupía al suelo, no se tocaba los huevos, no se pegaba con nadie, el niño sensible, el niño gordo, el niño que siempre llegaba el último en la carrera con la lengua fuera.

Yo fui la linde, la frontera, aquello que marcaba lo que era ser un chico de verdad, un verdadero chico, fui el señalado, el burlado, el insultado, se me llamaba algo que yo no sabía ni siquiera qué era, qué significaba bien, algo que iba acompañado de la palabra mierda, algo malo, algo que nadie quería ser, lo fui hasta que llegaba otro al que quizás se le “notaba” incluso más que a mí y entonces nos repartíamos el daño o igual, con suerte, se olvidaban de que yo existía.

De adolescente me esforcé mucho en ser un don nadie, en desaparecer, en no llamar la atención en ningún sentido, ya era un hijo huérfano de madre, ya era raro, ya daba miedo y pena, así que intenté camuflarme entre los otros chicos, dije que me gustaba alguna chica aunque no estaba muy seguro, intenté interesarme por el fútbol, pero jamás conseguí saber dónde estaba la pelota ni qué era un fuera de juego, me volví silencioso, como ellos, viví con el piloto automático, estudié Derecho pensando que eso era lo suficientemente gris como para que nadie se fijara nunca más en mí, lo suficientemente masculino como para que no volviera a planear sobre mi cabeza la duda de ser un medio hombre, el bujarra, el sarasa, al que le ponen el culo como a un bebedero de patos, ja ja.

Lo que nunca dejé, fue a mis amigas. Ellas fueron, sin duda, una especie cápsula del tiempo en la que pude guardar el niño que fui. Con ellas siempre pude volver a ser un poco yo, pudiendo compartirme. Con ellas pude tener la intimidad que jamás pude tener con los hombres. Ellas custodiaron mi alegría.

De aquel temor aprendido se me quedó la costumbre de no mirar fijamente a los hombres a los ojos, de agachar la cabeza cuando conduzco y otro vehículo se detiene al lado, a cruzarme de acera si hay muchos hombres de celebración no sea que se les pase por la cabeza celebrarlo partiéndole la cara a este hombre al que se le nota más que nunca lo “que” es.

Ahora ya no le tengo miedo a los hombres y por eso no les tengo odio. Ahora puedo entender por qué hacen lo que hacen, por qué ese deber, esa pleitesía a la hombría, ese cárcel, esa falta de libertad, esa demostración infinita y perpetua, esa roca a la espalda que se cae una y otra vez al alcanzar la cima de la cuesta.

Ahora entiendo que yo, pude ser ellos y que ellos pueden, si lo desean, cambiar y retroceder hasta aquel momento antes de que todo se complicada, ese instante de la infancia en el que no importaba quiénes éramos sino dónde estábamos a la vez.