La caridad es práctica antinatural. Se ejercita de arriba hacia abajo, desde la riqueza a la pobreza, y antiguamente se solía hacer por determinación religiosa; para aliviar las culpas del rico. Porque como dijo Balzac: "Detrás de toda gran fortuna hay un crimen".

Ahora, cada vez que la caridad se lleva a cabo es por intereses comerciales, sobre todo para activar roturas fiscales mediante entidades misericordiosas. De esta manera, la determinación religiosa de antaño se ha transformado en interés económico gracias al milagro de la ingeniería fiscal.

En nuestro país, Amancio Ortega es un claro ejemplo de empresario caritativo. Cada vez que tiene oportunidad, dona unas migajas de su patrimonio a alguna entidad misericordiosa, asunto que los genuflexos celebran y vitorean, convirtiendo a Amancio Ortega en un empresario de corazón bondadoso.

Para quien no lo sepa aún, el narco Pablo Escobar también hacía cosas parecidas. Llegaba a un barrio de la Colombia más deprimida y repartía billetes, levantaba canchas deportivas y urbanizaba cuadras bautizando con su nombre las iniciativas que le granjeaban el cariño del pueblo. Porque la práctica de la caridad es una actividad consustancial al trabajo de los empresarios más favorecidos por el sistema.

Claro, que siempre es mejor que hagan esto, que repartan migajas y se ganen los favores del fisco, primero, y los cariños del pueblo después, a que no lo hagan. Pero en una sociedad justa esto no tendría que existir. En nuestra grosera sociedad las grandes fortunas son presentadas a modo de mérito, como si se tratase de un premio concedido a toda iniciativa empresarial.

Poca gente se plantea que, más que mérito, los empresarios de hoy en día son el resultado de un sistema económico diseñado para ello, donde el estado de derecho se convierte en el felpudo que sus mocasines pisan antes de plantar la suela sobre la yugular del trabajador.

De estas cosas nos habla el libro escrito por Linda McQuaig y Neil Brooks. Se titula "El problema de los super-millonarios" (Capitán Swing), y es una atrevida denuncia al "sistema que amenaza seriamente nuestra calidad de vida y, en definitiva, el funcionamiento mismo del estado de derecho".

Si luchamos por una sociedad justa, las empresas deberían estar dirigidas por los propios trabajadores articulados en cooperativas, y no por personas que se benefician de lo que en ciencias económicas se denomina "ventaja comparativa", y que viene a ser uno de los fundamentos de la globalización.

Para entendernos, cuando un país produce un bien porque su coste le sale más barato que a otro país, y así participar en el mercado internacional, es porque la mano de obra le sale tirada de precio. Por eso mismo, las empresas textiles de Amancio Ortega contratan mano de obra de lo más tirado en la otra cara del mundo, donde hombres, mujeres y niños tendrían que hacer muchas horas extras para lucir en su muñeca un Rolex. Tantas horas que necesitarían dos vidas – o tres- para presumir de reloj.

La eficiencia del trabajo empresarial que sirve de ejemplo en las escuelas de economistas consiste en el secuestro del sistema económico global, un delito bendecido por las leyes internacionales y por el fisco de los distintos países donde operan empresarios ejemplares como lo puede ser Amancio Ortega.

Para que el sistema que tanto los beneficia no nos engañe, tenemos la lectura de libros como el que hoy presentamos aquí, un texto que nos arma de conciencia crítica y autónoma, con igual parte de razón que de corazón; un libro que nos ayuda a pensar.

Para que cuando alguien aplauda a Amancio Ortega cada vez que haga una donación, podamos contestar desde abajo que la misericordia no va con nosotros.