Medio en broma o medio en serio, siempre dije que por su culpa soy el segundo mejor novelista de este país. Me refiero a Juan Manuel de Prada, aquel chico de provincias que, con voluntad de prosa, revolucionó la literatura a mediados de los 90.

Hasta que irrumpió con su ejercicio ramoniano titulado 'Coños' (Valdemar), lo de ser joven era sinónimo de escribir mal. Por eso, ante su llegada, las viejas glorias de la literatura afilaron sus dientes postizos. Hasta le salió un cisne negro con olor a güisqui escocés. Suele pasar. Es cosa muy común en un país como el nuestro que las viejas glorias literarias se comporten como folclóricas celosas.

En una de sus últimas novelas, titulada 'Mirlo blanco, cisne negro' (Booket), Juan Manuel de Prada cuenta sus peripecias en el mundillo de la literatura a través de una ficción que es un ajuste de cuentas consigo mismo. Desde la primera persona, Juan Manuel de Prada va y pone al filo del precipicio todo lo visible e invisible, empezando por el "mercado" editorial y terminando por las relaciones de amor falsificadas. Con media docena de personajes presenta una novela prieta de páginas y de párrafos, haciéndonos ver que el arte de la novela es el arte de la dilatación. Y Juan Manuel de Prada es experto en dilataciones; lo lleva demostrando desde que abrió el fin de siglo con 'Coños', un inventario carnal en clave modernista.

Volviendo a su novela 'Mirlo blanco, cisne negro', en uno de sus párrafos, un editor habla de una novela titulada Volverán banderas victoriosas, escrita por Octavio Saldaña, personaje que es un cisne negro con el alma bañada de alquitrán y que vampiriza al mirlo blanco, al joven escritor Alejandro Ballesteros. Según el editor de marras, la novela de Saldaña ha sufrido un boicot por haber sido marcada como novela fascista, pero eso será algo pasajero, dice. Llegará un día en el que nuestra guerra civil tenga "para las generaciones futuras" el mismo significado que en la actualidad tienen las guerras púnicas.

Y esto último es algo que me llama la atención por ser un discurso que he escuchado mucho en los últimos tiempos, sobre todo a la gente simplona que habla por hablar de algo y sin conocimiento de causa suelta estas cosas como el que va y suelta una ventosidad. Porque cualquiera que haya leído a Plutarco se dará cuenta de que todas las guerras son la misma guerra. Y que la guerra y el capital van siempre unidas como el callo y la piedra pómez, por decirlo en plan finolis.

Y en un principio, las guerras llamadas púnicas sirvieron para que la mujer romana se liberase un poco, pues al enviudar desató sus instintos reprimidos, haciendo ostentación de joyas y bienes heredados de su marido muerto en combate. Sin embargo, esto duró poco, pues se promulgó la Lex Oppia por la que se limitaba la cantidad de oro y propiedades que cada viuda podía poseer y presumir. Ante esto, las mujeres romanas se rebelaron en un movimiento organizado. Fue una rebelión de privilegiadas, pero supuso la primera manifestación de mujeres en la historia.

Porque todo conflicto tiene una lectura crítica y las guerras púnicas, a pesar de la distancia en el tiempo no van a ser menos. Las guerras entre romanos y cartagineses trajeron cambios críticos para la época; de la misma manera que nuestra guerra civil trajo un régimen militar cuyos rescoldos hoy todavía sufrimos los nietos y nietas de los perdedores. Por eso mismo, por mucha distancia temporal que se ponga, esa misma distancia quedará acortada por la conciencia crítica, atributo que abunda poco o nada en nuestras letras.

Y eso es algo que fastidia más que seguir siendo un segundón, es decir, que seguir siendo el mejor de los peores y que Juan Manuel de Prada siga dándole a uno lecciones acerca de cómo dilatar con éxito.