Quienes visiten los ambientes donde se mueven los espías españoles deberán tratarse a fondo, igual que si hubiesen contraído una enfermedad venérea. No sé si me explico, pero esa es la conclusión a la que llega uno después de ver y oír algunas de las muestras de espionaje que se gasta este país de gonorrea que lleva la sangre por bandera y la morcilla como ejemplo gastronómico.

Lejos de la mitología que envuelve la labor del espionaje, en nuestro país lo burdo se combina con lo mugriento dando como resultado unos espías a la manera carpetovetónica. Bien mirado, no merecemos menos, aunque uno eche en falta otro tipo de espías, me refiero a trampas de miel con gusto exquisito, de esas que derraman su fuego en las alcobas enemigas convirtiendo a sus víctimas en colillas, nunca mejor dicho. Mujeres como Gloria Guinness, mexicana de cabello azabache, una Mata Hari que se arrimaba a Truman Capote en los salones más exclusivos de Manhattan y movía su lengua en la oreja del escritor para secretearle confidencias; chismes acerca de las costumbres sexuales de los miembros de la alta sociedad neoyorquina que luego Capote trasladaría a su novela más ácida.

Todavía resuena en Manhattan la imagen que Capote hizo de Peggy Guggenheim en Plegarias atendidas: "Si le salieran todas las pollas del cuerpo que le han entrado, parecería un puercoespín". Tremendo. Sin duda alguna, Truman Capote fue siempre certero a la hora de arrojar el veneno de su literatura. Una vez, un borracho se acerco al escritor y le mostró sus genitales: "Ya que está firmando autógrafos -le dijo- por qué no autografía esto?". A lo que Capote respondió: "Porque no creo que sea posible... en todo caso lo único que puedo hacer es firmar con mis iniciales". Sublime.

Truman Capote sale en el último libro de mi amiga Carmen Posadas, una colección de historias de espionaje que la uruguaya se ha marcado bajo el título de Licencia para espiar (Espasa). Es un ir y venir de anécdotas jugosas, curiosidades históricas en las que los fluidos más íntimos se beben en copas de cristal tallado, y donde mujeres emputecidas nos enseñan que ellas son el fuego y quien se acerque a ellas quedará convertido en quemadura.

Me gusta pensar que todavía quedan espías así, mujeres que se dejan desnudar con la mirada y que muestran su quesito en una trampa para ratones; mujeres que poco o nada tienen que ver con el ambiente bronco de flemas que envuelve nuestro espionaje patrio donde las órdenes se dan igual que en la cantina del cuartel y donde los espías se explican con deje de barraca de feria. No hay color.

Mientras tanto, busco con la mirada a una mujer de cabello azabache para sacarla a bailar, una espía que sepa combinar el cristal de las medias con el champán frío y que parezca salida de una de esas historias que cuenta Carmen Posadas en su último libro cuya lectura caliente consigue que no se me enfríe el verano.