Desde uno de los ventanales del Café Gijón, un joven llegado de Valencia escuchó el eco de un disparo que tuvo lugar al otro lado del mapa, en Ketchum, Idaho, Estados Unidos, para ser exactos.

Era la víspera de los Sanfermines de 1962 y aquel joven valenciano aún no se atrevía a soñar que algún día convertiría todo ese barullo en memoria viva del tiempo presente. Por lo pronto, lo más importante para él era descomponer en palabras la luz de Madrid que se colaba a través del cristal de la fábula y que dejaba múltiples reflejos en el pincho de tortilla que se estaba comiendo.

Por entonces, el Madrid nocturno se dividía en dos. Por un lado, estaban los bares donde había bebido Ava Gardner y por otro estaban los bares donde había bebido Hemingway. Hablamos de principios de los años 60, cuando Madrid empezaba a ser una ciudad irreal, salpicada de leche en polvo y donde los soldados norteamericanos lucían su raza en los burdeles del centro.

Las prostitutas manejaban dólares y en los carteles de los cines de la época Ava Gardner se dejaba besar por Tyrone Power en aquella adaptación de la novela pamplonica de Hemingway. Al escritor norteamericano le quedaba poco tiempo de vida y Ava Gardner se la bebía a gollete, bailando descalza sobre las mesas de los tablaos. El animal más bello del mundo siempre anduvo dispuesto a dejarse calzar por la gitanería madrileña. Ella representaba la libertad en aquel Madrid de vermuses de grifo y bares alfombrados por cáscaras de gamba. Por su pubis resbalaron flamencos y mestizos, incluyendo toreros de cartel y algún que otro botones del Castellana Hilton. Porque no había día sin noche y tarde de toros sin cuernos.

Entre barreras, Hemingway tomaba notas de lo que sería su reportaje taurino Un verano peligroso, mientras en los tendidos Ava Gardner se cruzaba de piernas sobre la almohadilla caliente, propaganda de Chesterfield, los cigarrillos que fumaban las estrellas de Hollywood. Con todo, aquí se seguía fumando picadura, cigarrillos Ideales que se liaban como si fueran una metáfora de un presente que ya es pasado, un tiempo donde Hemingway masticaba cebolla cruda mientras seguía el rastro de la sangre en el ruedo.

La crónica que se marca Manuel Vicent en Ava en la noche (Alfaguara) es un ejercicio de memoria escrito con la precisión de la luz mediterránea cuando alumbra el deseo. Porque Manuel Vicent es un alquimista de la palabra que sabe convertir en oro la calderilla, los sueños en poluciones nocturnas y la realidad del hambre en materia literaria. La novela empieza con el crimen del Jarabo, el señorito que fue ajusticiado a garrote vil tras cometer un crimen múltiple, a sangre fría y ciego de polvo blanco.

Con todo, cuando la novela empieza realmente es cuando la novela termina, es decir, cuando la crónica que ha tejido Manuel Vicent forma ya parte de nuestra memoria y arranca a cuestionar los años en los que nuestro país se convirtió en una sucursal norteamericana y Madrid se dejó conquistar por un imperialismo que aún perdura; años en los que Hemingway desayunaba huevos fritos con chorizo abriendo mucho la boca, entrenándola para su última comida, cuando nada ni nadie podía alcanzar ya el esqueleto eterno de su prosa.