Cuando lo conocí, a principios de los años 90, era inspector de la Brigada de Policía Judicial de Madrid. Tenía el rostro afilado, el cuerpo enjuto y una mirada que era toda una declaración de intenciones: no debes tener problemas conmigo. A lo largo de su carrera, que acabó hace unos años, cuando se jubiló, dejó un rosario de éxitos y también algún fracaso que le perforaba el alma: no pudo encontrar el cadáver de un hombre, pese a que detuvo al responsable de su desaparición y consiguió que fuese condenado a catorce años de prisión. Muchos años después, en una visita a su despacho de comisario, le oí hablar con una de las hijas del desaparecido. Era una de sus señas de identidad: siempre estaba al lado de las víctimas, por muchos años que hubiesen pasado.

Policía duro como pocos, amenazó a una mujer detenida por la desaparición de otro hombre con abrir en canal a sus perros –un par de magníficos huskies siberianos– para comprobar si les había servido como menú al hombre que buscaban. La arrestada, naturalmente, reveló el paradero del cadáver del desaparecido, que había sido asesinado por ella y su pareja. Implacable con el crimen, su acerado carácter no le impedía ser generoso con su peculiar clientela, siempre en los márgenes que le dejaba la ley, la misma ley que algunos de sus colegas vulneraron y le amargaron sus últimos días como comisario. Para él, ser policía era incompatible con enriquecerse aprovechando esa condición y jamás entendió ni perdonó a aquellos que utilizaban la placa para ganar los favores o las influencias de los poderosos. Unas navidades, un delincuente al que había detenido en varias ocasiones y con el que había trabado cierta relación de confianza durante las horas de arresto, le envió una cesta llena de viandas exclusivas y destilados de lujo. El regalo acabó en un convento de religiosas del centro de Madrid.

Su carácter explosivo y su mala leche no le impedían ser uno de los investigadores más minuciosos de cuantos he conocido. La combinación de sagacidad y capacidad de trabajo infinita le convertían casi en imbatible. Ni él ni los suyos descansaban hasta que una operación estaba completamente rematada: acechaba a sus objetivos, los vigilaba y los perseguía hasta que cometían el error que le permitía cazarlos.

Muchas navidades hablé con él de lo ocurrido en Yecla (Murcia) en la Nochebuena de 1998. Una banda de delincuentes de lo más granado del hampa nacional aprovechó la festividad para desvalijar la cámara acorazada de la sucursal del Banco Popular, llevándose el contenido de más de un centenar de cajas de seguridad. El botín nunca pudo ser cuantificado –en muchos cofres había dinero oculto a la hacienda pública y, por tanto, sus dueños no denunciaron el robo–, pero la Policía siempre sostuvo que el rififí de Yecla fue el más cuantioso de la historia de nuestro país.

Meses después, el protagonista de esta historia cazó a Ángel Suárez Flores, alias Cásper, y lo acusó del robo. Suárez, el delincuente español más famoso y eficaz de aquellos tiempos, sabía que poco le podía pasar. Su robo había seguido al pie de la letra la doctrina que Albert Spaggiari dejó escrita en las paredes de la cámara acorazada de la Societe General de Niza, tras desvalijarla en verano de 1976: "Sin odio, sin armas, sin violencia". Y sin nada de eso, la traducción en años de prisión de su delito iba a ser ridícula. Quizás por eso, quizás por vanidad, quizás como pequeña venganza hacia el responsable de su captura, antes de ser conducido al juzgado, después de negarse a declarar, Cásper le dijo al policía: "¿Usted sabe la sensación que se tiene cuando metes la palanqueta en una caja y empiezan a llover billetes? ¡Eso sí fue una Nochebuena y no las que pasan ustedes!".