He asistido unas cuantas veces a la liturgia que antecede a las intervenciones del GEO, el GAR o el GOES. Preparan sus aparatosos equipos –arietes, escudos, prensas…– muy concentrados, sin apenas hablar. Como mucho, una mirada o un guiño entre compañeros. Se ajustan unos a otros los chalecos, se calan los cascos y municionan y montan sus armas. Ese último sonido, el de las correderas de sus fusiles, está lleno de sentido. Es la señal de que falta muy poco, de que está todo listo para entrar en acción. Se aproximan a sus objetivos con los corazones latiendo lentamente, sin la excitación ni el temor que asaltarían a cualquier mortal en una situación parecida: cruzar una puerta sin saber a ciencia cierta qué hay al otro lado. Casi siempre, todo ha acabado en poco segundos. Y suele acabar bien.
El GEO, el GOES, el GAR y la UEI, las unidades tácticas de Policía Nacional y Guardia Civil, están compuestas por agentes de élite, tipos adiestrados física y mentalmente para enfrentarse al peor de los escenarios posible, para plantar cara y doblegar al hijo de puta más pintado. Su exigente preparación es su mejor garantía: “actuamos en Algeciras como si estuviéramos en la zona más peligrosa de Kabul, así nos aseguramos de que todo saldrá bien”, me dijo una madrigada un oficial del GAR.
Nunca hablan de ello. Como si no verbalizarlo, conjurase el peligro. Pero saben bien que se juegan el pellejo en cada intervención. Que su clientela está formada por gentuza como el tipo que disparó al teniente coronel Pedro Casado, el líder –no jefe– de la UEI de la Guardia Civil, que a la hora escribir estas líneas se aferra a la vida en un hospital de Valladolid. Me cuentan que fue un tiro fortuito, que el malo disparó al bulto, que ni siquiera se había posicionado el equipo de la UEI… Pero para recibir esa bala había que estar allí. Ni ustedes ni yo estábamos. Estaban el teniente coronel Casado y sus compañeros jugándose el tipo. Un día más en su oficina.
Francisco Díaz en Málaga; Vanessa Lage en Vigo; Francisco Javier Ortega en Madrid; José Manuel Arcos en Granada y Blas Gámez en Valencia. Son policías y guardias civiles que llevaron su vocación de servicio hasta sus últimas consecuencias, que murieron recientemente cumpliendo con su deber, asesinados por tipos que preferimos pensar que no está entre nosotros, pero que están. Y de ellos se encargan hombres y mujeres que nunca hablan de ello, pero que saben que un día una bala se puede cruzar en sus caminos. No en el suyo ni en el mío. En el de ellos.