Los que trabajamos con las palabras sabemos –o deberíamos saber– lo importante que es manejarlas con rigor. El lenguaje es un arma muy poderosa, una de las más letales y también de las más sanadoras, y por ello es imprescindible usarlo con la precisión de un cirujano. Si llamo socialcomunista a todo el que está a mi izquierda o fascista a todo el que está a mi derecha, llegará un momento en el que no sepamos distinguir a los comunistas o a los fascistas de verdad. Si todo es mítico, nos costará encontrar algo que de verdad merezca esa categoría. Si cuatro palabras recogidas precipitadamente son una exclusiva habremos firmado la sentencia de muerte de las exclusivas reales.
Podría continuar con muchos más ejemplos y la mayor parte de ellos tendrían un denominador común: la mala praxis periodística, precisamente la profesión que con mayor cuidado y mimo debería manejar el lenguaje. De los políticos no cabe esperar demasiado; tampoco de esa nueva especie surgida en los medios, el periodista militante, pero a los profesionales de la información sí hay que exigirlos.
Todo esto viene a cuento de los pinchazos en las discotecas, la no noticia convertida en la serpiente reina del verano. Hace unos cuantos años, todos los perros habían enloquecido y mordían niños; hace unos años más, la mitad de la población tenía algún conocido que había visto en un programa de televisión a una mujer untándose mermelada en cierta parte del cuerpo para deleite de su mascota mientras Ricky Martin aguardaba en un armario. Y hace más años aún, gran parte de España estaba convencida de que en los centros comerciales había mujeres que robaban niños, les cortaban el pelo y se lo teñían y salían impunemente de las galerías con sus inocentes víctimas bajo el brazo. ¿Qué diferencia la historia de los pinchazos de todas estas? La existencia de las redes sociales y unos medios de comunicación que han dejado de cumplir con sus mínimas y más básicas obligaciones: comprobar la veracidad de lo que cuentan y en lugar de ello se apuntan a fomentar la histeria colectiva.
Recapitulemos. Desde el año 2019 en el Reino Unido –la pandemia debió afectar a esto también– y sobre todo a partir de este año en Francia comenzaron a denunciarse extraños pinchazos en lugares de ocio. Las víctimas eran casi siempre mujeres que decían haber notado un aguijonazo. Ni una sola de ellas fue víctima de un delito posterior ni tampoco a ninguna de ellas le encontraron restos de tóxicos.
Las fiestas de San Fermín supusieron el inicio en España de los pinchazos, que desde entonces se han extendido por hasta diez comunidades. En distintos rincones del país decenas de mujeres –y también algunos hombres– aseguran haber sufrido esos ataques. Los medios de comunicación elaboran mapas de los lugares de las denuncias, buscan testimonios de mujeres “aterrorizadas” y todos los partidos políticos arriman el ascua a su sardina sin pararse a reflexionar un solo instante: sumisión química, violencia machista… Las palabras comienzan a malgastarse y se desencadena la tormenta perfecta (de verano).
La UFAM Central de la Policía, a diferencia de los políticos y de los periodistas, sí está haciendo su trabajo recopilando todos los incidentes de este tipo conocidos en España y a la hora de escribir estas líneas el balance apunta hacia un espectacular episodio de histeria colectiva: Ni una sola mujer de las supuestamente pinchadas ha sido víctima de un delito contra su libertad sexual o contra la propiedad. Sólo una de las denunciantes presenta tóxicos, concretamente GHB: una menor de Gijón a la que se le detectó el gammahidobutirato en orina, algo sorprendente porque denunció que la habían pinchado minutos antes y el GHB tarda varias horas en llegar a la orina.
Pese a que los pinchazos se producen en lugares multitudinarios y provistos de cámaras de seguridad, no ha sido grabado ni detectado ni uno solo de los pinchadores. Tampoco se han hallado jeringuillas ni agujas y nadie se detiene a pensar que inyectar cualquier sustancia en el cuerpo lleva un tiempo y unos cuidados.
La Policía ha recogido ya denuncias que correspondían a picaduras de insectos o que servían para justificar el extravío de un teléfono de alta gama o una borrachera descomunal. Ya existe el comodín del pinchazo y comienza a emplearse.
La sumisión química existe. Hay muchos desalmados que aprovechan la vulnerabilidad de una mujer que ha bebido o que ha tomado drogas para agredirla sexualmente –la inmensa mayoría de los casos de sumisión son de este tipo, oportunista–. Y la violencia machista es una realidad que nada ni nadie pueden disfrazar: las mujeres siguen muriendo a manos de sus parejas o exparejas.
A partir de esas premisas, no degrademos las palabras y hagamos ese viejo ejercicio de llamar a las cosas por su nombre sin que la ideología, las pocas ganas de trabajar o la búsqueda rápida de audiencia nos lo impida: lo de los pinchazos es histeria colectiva a la que hemos contribuido los medios y unos cuantos degenerados que, aguja en mano, no quieren matar a la serpiente de verano.