Se han cumplido estos días veintiocho años del asesinato del juez Giovanni Falcone, el hombre que más debilitó a Cosa Nostra, la mafia siciliana, la organización criminal más poderosa del mundo. Él mismo preconizó su muerte en un fragmento de su libro Mafia: "En Sicilia se muere porque se está solo o porque se ha entrado en un juego demasiado grande. La mafia golpea a los servidores del Estado que el Estado no protege". Falcone se sentía y actuaba así, como un funcionario de un Estado, el italiano, que llevaba muchos años sin comparecer en Sicilia y, como él repetía, "cuando los poderes del Estado desaparecen, alguien ocupa su lugar". Cosa Nostra había infectado no solo Sicilia, sino una buena parte del país y sus instituciones cuando Falcone y su amigo, el también juez Paolo Borsellino –asesinado 57 días después–, pusieron en marcha el maxiproceso contra la mafia, que acabó con más de trescientos criminales encarcelados.

Aterricé en Palermo el 24 de mayo de 1992, al día siguiente de que 400 kilos de TNT ocultos bajo la carretera y accionados por Giovanni Brusca acabasen con las vidas de Falcone, su esposa y tres escoltas. La ciudad estaba en un estado de conmoción a duras penas contenido, porque la omertá reinaba entonces en todos los rincones de la isla y pocos aún se atrevían a desafiarla. Todos sabían que Totò Riína, el gañán que en aquel momento mandaba la cupola de Cosa Nostra, había dado la orden de asesinar al juez y que con ese crimen pretendía doblarle el pulso al Estado. Falcone, Borsellino y otros muchos murieron en esa lucha, pero Brusca, Riína, su sucesor, Bernardo Provenzano, y cientos de mafiosos más acabaron pudriéndose en prisiones italianas y Cosa Nostra no ganó la partida en la que los asesinatos de los dos jueces fue su apuesta más arriesgada.

En aquel viaje para cubrir el asesinato del juez antimafia me desplacé a Corleone, el lugar de origen de Riína y los Corleonesi, la familia que había ocupado todo el poder de la cupola tras una sangrienta guerra en Estados Unidos y en Italia. Allí, en el pueblo natal de Riína y de la familia creada por Mario Puzo e inmortalizada en el cine por Coppola, Cosa Nostra mandaba, sin nadie que le hiciese frente. Las mujeres miraban desde las ventanas enrejadas, mientras los hombres llevaban camisas blancas y chalecos y observaban recelosos a cualquier forastero. De la mano de un par de policías italianos pude conocer los orígenes de quienes querían derrotar a todo un Estado y viví un ambiente asfixiante, en el que el terror solo permitía conversaciones a media voz y vetaba cualquier gesto que desafiase a quienes habían ocupado el lugar del Estado. El viaje me sirvió para cerciorarme de que el glamour del cine poco tiene que ver con la realidad de la mafia y de los mafiosos.

En todos los rincones del mundo en los que alguien ha querido desafiar al Estado han caído sus servidores. La Justicia, la garante de nuestra libertad y seguridad, siempre sufre bajas entre aquellos que se empeñan en imponer el imperio de la ley frente a los mafiosos. Los jueces Francisco Mateu Cánoves, Francisco Tomás y Valiente, Francisco Martínez Emperador, Luis Portero, José Francisco Querol Lombardero y José María Lidón y la fiscal Carmen Tagle fueron asesinados por ETA mientras la banda mantuvo su pulso con el Estado. Todos ellos eran servidores del Estado, igual que Falcone y Borsellino. Igual que cualquier humilde magistrado de un juzgado de instrucción, que intenta desde su despacho que el Estado comparezca en todos los rincones del país. No nos olvidemos de ello, cuando con tanta alegría se intenta desprestigiar a la Justicia. Si el Estado no aparece, alguien lo hará en su lugar.