El Estado de Derecho suena en el Campo de Gibraltar a arietes golpeando puertas metálicas infranqueables; huele a la adrenalina de decenas de hombres armados que saltan vallas e irrumpen con sus uniformes negros, grises, azules o verdes de madrugada en fincas y viviendas; tiene el tacto del metal de las mazas, los grilletes y las armas cortas y largas de los que llegan hasta allí para hacer cumplir la ley; sabe al seco amargor que dejan en la boca muchas horas de vigilia, alimentadas sólo de café y de conversaciones con los compañeros; y a la vista, ese Estado de Derecho lo componen ordenadas formaciones que llegan al amparo de la noche y sacan de sus guaridas a quienes lo llevan burlando décadas.

La pasada semana, el Campo de Gibraltar, Ceuta y varias provincias andaluzas fueron el escenario de varias operaciones de la Policía y la Guardia Civil contra diversos clanes de narcotraficantes. Pedro Maza, el armador del Rúa Mare, el barco que en enero se hundió con seis tripulantes a bordo y dos toneladas de hachís, debió darse cuenta de que su aparentemente perfecto negocio de los narcopesqueros –cargaban la droga que le trasvasaban desde lanchas mientras faenaban– llegaba a su fin cuando sintió el metal de las esposas alrededor de sus muñecas y vio de madrugada los uniformes azules de la Policía; a Joselito Lanas, uno de los señores del Guadalquivir –sus embarcaciones remontaban el río y alijaban lejos de la costa–, no le dio tiempo a echar mano de la pistola que siempre le acompañaba cuando los agentes de la Unidad Especial de Intervención de la Guardia Civil quebraron su sueño e irrumpieron en su escondite de Estepona (Málaga), donde dormía plácidamente acompañado de un amigo y de una prostituta; a los barones del clan ceutí que se escondían en el barrio del Príncipe se les terminó su sensación de impunidad cuando los arietes del Grupo de Acción Rápida de la Guarda Civil derribaron las puertas de sus guaridas, enclavadas en las laberínticas calles de una barriada que ellos sentían como impenetrable.

No ha sido una semana excepcional. Es el día a día de un pulso que no acabará nunca, una guerra alimentada por los productores de hachís que hay a apenas catorce kilómetros de las costas gaditanas, por la demanda de consumo de droga en España y por la falta de perspectivas para los habitantes de una zona del país en la que muchos órganos del Estado dejaron de comparecer hace demasiados años. El Estado de Derecho es el único que sigue latiendo para evitar lo que alguno se ha atrevido a llamar la mejicanización o siciliación de la zona.

Los señores de la droga han ido cayendo en sucesivas operaciones policiales. Ya no se sienten intocables. Sin embargo, la laxitud de algunos jueces ha permitido que algunos de ellos salgan de prisión pagando irrisorias fianzas. Abdellah El Haj, el Messi del hachís, pagó 80.000 euros a cambio de su libertad y está en paradero desconocido desde hace más de un año. Sus alijos y los de sus socios siguen llegando por toneladas a España, sin que nadie exija responsabilidades a los organismos judiciales que permitieron que saliera de la cárcel por menos dinero de lo que supone uno solo de sus cargamentos.

Joselito Lanas, con las manos engrilletadas y calzado con unas zapatillas deportivas doradas de Dolce y Gabanna, miraba desafiante la madrugada del jueves pasado a los agentes que registraban su casa y les exigía la orden de registro, sintiéndose actor de una teleserie. El olor, el sonido, la vista, el gusto y el tacto del Estado de Derecho irrumpieron en su escondite. Jara, una pastora belga malinois del Servicio Cinológico de la Guardia Civil, veterana servidora de la ley, fue quien encontró escondida en un sofá la escopeta de cañones recortados que el socio favorito de Messi guardaba para cualquier imprevisto. Jara también encarnaba esa mañana el Estado de Derecho.