Los que frecuentan este rincón digital saben bien que no me gusta poner el foco sobre mí, pero hoy necesito hacerlo durante unas líneas para dar algo de contexto a lo que voy a contar. Hace unos días alguien me dijo que buceando en el impagable archivo sonoro de Radio Nacional de España me había oído en una conexión en directo. Corría 1989 y yo trabajaba como reportero en La Ley de la Calle, un extraordinario programa que dirigía y presentaba Arturo Pérez-Reverte y en el que había unos enormes profesionales y unos personajes tan únicos como Ángel Ejarque, el rey del trile, uno de los delincuentes más legales que he conocido. Yo era un inexperto y torpe reportero de 22 años, al que Pérez-Reverte y su equipo dieron la oportunidad de conocer y contar lo que pasaba en los rincones más oscuros de mi ciudad, Madrid. Cada madrugada de sábado acudía a los sitios en los que anidaban yonquis, putas, camellos y la clase de fauna que cuadraban en el programa y trataba de trasladar a la audiencia lo que pasaba allí. Trabajé en el programa un par de años, que atesoro como una de mis mejores experiencias profesionales.
Estos días he estado por Canarias grabando reportajes para La Sexta. En Las Palmas entré en una casa okupada convertida en fumadero de heroína. Allí volví a ver a esos seres humanos que jamás van a regresar al lugar donde habitamos la mayoría, que seguirán orillados hasta que mueran. Son hombres y mujeres cuyo reloj vital solo lo rige el tiempo que va entre dosis y dosis y que están arrasados por la droga. Conocí a Odalys, una mujer cubana de 44 años que aparentaba 70. El cámara Juan Santander y yo la sorprendimos mientras fumaba un chino de heroína. Estaba tumbada en un camastro rodeado de mierda, con dos perros en su regazo que no se separaban de ella. Mientras me enseñaba el papel de plata aún caliente con los restos de la droga me contó que era profesora de ballet clásico y que un exfutbolista la metió en la mala vida hace diez años. Me dijo que tenía una hija a la que no veía, que gastaba cincuenta euros al día en droga y que el dinero lo sacaba limpiando pocilgas como aquella o haciendo mamadas a los habitantes del submundo que habita.
Han pasado treinta y cuatro años desde aquella conexión en Radio Nacional y mi encuentro con Odalys, un tiempo en el que yo he seguido frecuentando y contando lo que pasaba en esos rincones oscuros, lo que me da cierta autoridad para hablar de ellos. La heroína que se estaba metiendo la exbailarina en Las Palmas era muy similar a la que los yonquis de Los Focos consumían mientras yo hacía una conexión en directo para la Ley de la Calle en los años ochenta. La droga sigue dejando víctimas y sigue echando a cientos de miles de personas a los márgenes de la sociedad, esos a los que solo acuden los servicios sociales y la Policía y que preferimos no ver, pero están ahí.
Sorprendentemente, la droga ha dejado de ser una preocupación en España. Los policías y guardias civiles que se dedican a luchar contra ella sienten que su trabajo no tiene ningún reconocimiento. Los medios de comunicación solo hablan de droga si en el after que frecuenta el sobrino del Rey de España se intervienen una docena de papelinas. Los expertos en la materia sostienen que el crimen organizado que hace llegar la droga a nuestro país es una de las grandes amenazas a nuestra democracia, pero políticos, medios de comunicación y la sociedad miran hacia otro lado.
No estaría mal que de vez en cuando unos y otros se den una vuelta por los rincones oscuros y reflexionen sobre ellos. O que hablen con los que los frecuentan. Porque la droga que se mete Odalys, la misma que a tantas madres ha dejado sin hijos, la que ha arrasado tantas familias, la que lleva matando casi cincuenta años, sigue ahí y sus mercaderes siguen forrándose más a gusto que nunca. Porque nos hemos convertido en una sociedad frívola que solo mira hacia su ombligo y a las redes sociales y que convierte pequeñas contrariedades en dramas, ignorando los reales. Ojalá llegue pronto un yonqui con tik-tok que haga viral sus chinos, su hepatitis, su tuberculosis y sus vómitos de sangre. O un cocainómano que haga stories en Instagram con sus taquicardias, sus paranoias y sus ataques de ira. Quizás así alguien se tome en serio el problema. O al menos haga un hashtag.