Hay rincones oscuros donde muy pocos se atreven a asomarse; cloacas que nadie quiere pisar y que casi todos prefieren que sigan ocultas; lugares donde no llegan ni los gobiernos de progreso ni los campeones de la gestión económica; son sitios en los que ni siquiera el rédito electoral –que tanto bien ha hecho a algunos colectivos– posibilita que se fijen en ellos, porque allí, en esas catacumbas que hay bajo nuestra feliz sociedad del bienestar y nuestro estado social y de derecho, la última preocupación es a quién votar.

La UFAM de la Jefatura Superior de Policía de Madrid ha enseñado con la Operación Sana uno de esos rincones y, de paso, nos ha mostrado los agujeros y las vergüenzas de un sistema que está muy lejos de ser capaz de proteger a las menores más vulnerables: las que mantienen relaciones sexuales a cambio de una dosis de coca base o las que con catorce años han vivido lo suficiente como para pedirle setenta euros al tipo que acaba de eyacular en su interior. Niñas a las que su propio padre pone a la venta y que vuelven al centro de menores en el que viven con hasta cinco enfermedades de transmisión sexual.

Desde abril hasta finales de noviembre, los agentes de la UFAM fueron atando cabos para dar con los responsables de estas salvajadas y para ellos se tuvieron que sumergir en la mierda que inunda esos lugares. Así dieron con el mal nacido que enamoraba a crías, las hacía creer que eran sus novias y luego las cebaba con drogas para anular su voluntad y convertirlas en esclavas de él y sus colegas; o con el tipo incapaz de tener una erección, pero capaz de llevar niñas a una casa y prostituirlas; o con la mujer que obligaba a adolescentes a traficar metiéndose papelinas de droga en la vagina y retenía a una de ellas cuando la banda quería pasar dos días violándola...

En todo este recorrido por la mugre, los agentes de la UFAM se dieron cuenta de lo solos que estaban. Sólo recibieron la ayuda de algún agente tutor de la Policía Municipal que de vez en cuando recogía a alguna de las víctimas y unos pocos trabajadores de los centros de menores que, para su desesperación, no podían hacer nada para retener a las niñas y evitar que volviesen a esas cloacas. La Fiscalía, la garante de la legalidad, se lavó las manos cuando la Policía pidió que las víctimas fuesen trasladadas a centros cerrados, lo que sólo fue posible gracias a la decisión de alguno de los responsables de los centros de menores.

Fueron los agentes de la UFAM los que recibieron los insultos y hasta las amenazas en sus primeras visitas a las niñas, pero también son ellos quienes hoy, orgullosos, cuentan cómo ha engordado alguna de ellas y cómo su testimonio va a garantizar la condena de unos cuantos indeseables. Ellos no lo dicen, pero en su haber también está el haber salvado la vida de unas cuantas niñas que vivían en esos rincones que casi todos prefieren pensar que no existen.