Yasin vivía en una casa ocupada de Algeciras junto a otros compatriotas; Pompeyo residía en un discreto piso de Miranda de Ebro. Uno y otro habían logrado hacerse invisibles, pasar inadvertidos en sus respectivos hábitats. Yasin era un marroquí más en una ciudad acostumbrada a convivir con personas que han quedado orilladas de la sociedad, en el limbo que hay entre la miseria de Marruecos y el sueño de Occidente. Pompeyo era un jubilado que había encontrado en la ciudad burgalesa cercana a Álava el lugar perfecto para su retiro. Yasin consumía propaganda yihadista y fantaseaba con ser un soldado de Alá. Pompeyo se sentía el último comunista de verdad, el último guerrero dispuesto a mantener encendida la llama del proletariado que él cree que sigue prendida en Rusia, su Shangri-La. En casa de Yasin la Policía encontró material salafista y en sus redes, la prueba de una radicalización exprés. En casa de Pompeyo, los agentes hallaron un santuario comunista plagado de vetusta iconografía que incluía a Pasionaria, Che Guevara y Lenin. Yasin asesinó el miércoles a un sacristán e hirió a un párroco, dos religiosos que para él personificaban a los cruzados, a los enemigos del Islam. Pompeyo envió seis cartas bomba a entidades que él consideraba enemigas de la madre Rusia y preparaba un dron bombardero para seguir con su delirante campaña comunista.

Como ven, más allá de la gravedad de los actos de uno y otro, no hay demasiada diferencia entre el jubilado comunista y el marroquí salafista. Los dos actuaron movidos por causas a las que se habían adherido de forma casi o totalmente enfermiza. En ocasiones como éstas es complicado trazar con claridad la delgada línea que separa el fanatismo religioso y político y la simple y llana locura. No seré yo, ni debería ser ningún tertuliano todólogo, quien decida el estado mental de Yasin y Pompeyo. Serán los forenses los que marquen esa hoy difusa frontera.

Y mientras, los políticos nunca defraudan. Desde esta modesta ventana digital me permito un consejo a los asesores de todos los partidos: recomienden a sus jefes que no hagan política con los crímenes, con ninguna clase de crímenes. La metedura de pata está casi asegurada.