En estos últimos treinta años me he topado varias veces con distintos ejemplares de esta clase. La experiencia de tratar con ellos me permite reconocerlos bien pronto, pero daré algunas claves para identificarlos: hablan lo justo sobre su trabajo y casi nunca acerca de lo que hacen ellos, sino que siempre se refieren a los suyos, a la gente de su equipo; a la hora de los éxitos se retiran detrás de los focos y en los fracasos dan la cara los primeros para que jueces o políticos se la partan; sea cual sea el cuerpo al que pertenecen, se entienden a la perfección con sus semejantes, aunque vistan uniformes diferentes; estén en el destino que estén, lo único que hacen es trabajar duro y se mantienen al margen de los conciliábulos, las conspiraciones o las familias en sus cuerpos, están convencidos de que su valor es el de su trabajo; les da lo mismo la raza, el sexo, las aficiones, la religión o la filiación política de quienes están bajo el radar de las investigaciones que dirigen y no permiten que nada ni nadie se interponga; sus únicas servidumbres son las que contraen con sus ciudadanos cuando juran sus cargos y, en resumen, no permiten que nadie les toque las narices.

Ya habrán adivinado que hablo de una clase de policías, mossos, guardias civiles, ertzainas que, por fortuna, abundan en nuestro país. Hay otro rasgo que los caracteriza: acaban volviéndose incómodos para los políticos, precisamente por su independencia. Hace ya muchos años que la clase política aprendió a rentabilizar los éxitos policiales –recuerden al sagaz Pérez Rubalcaba posando con el ahora malhadado José Luis Moreno tras la captura de los cacos que le partieron la cara– y no dudan en reivindicar como suyos los éxitos de los uniformados. El problema llega cuando esos mismos uniformados comienzan a poner el foco sobre algún político o alguien cercano a ellos. Entonces comienzan las llamadas incómodas, el interés por tal o cual investigación, el fuego amigo… A estos estímulos, los policías de los que hablo no reaccionan muy bien, blindan a los suyos y su trabajo y es entonces cuando se convierten en policías incómodos.

Hace ya unos años, conocí a uno de ellos en Barcelona. En aquel momento dirigía la División de Investigación Criminal de Mossos (DIC), el corazón de la policía judicial del cuerpo catalán. Me había hablado mucho y bien de él un inspector jefe de la Policía Nacional de su misma estirpe, la de me-importa-una-higa-el-callo-que-pise. Me causó una impresión buenísima. En una cena, le dije: “Toni, eres mosso porque naciste aquí; si fueses de Úbeda serías picoleto y si te hubieses criado en Vallecas serías madero”. Me dio la razón y a lo largo de los años vi en él todas las señales de las que hablaba al principio: discreto, tenaz en sus investigaciones, defensor de los suyos, trabajador incansable… e incómodo.

Hace unos días, Toni Rodríguez fue cesado de su puesto como responsable de la Comisaría General de Investigación Criminal por el nuevo jefe de los Mossos, el comisario Estela. Su única respuesta fue el silencio. Antes había hablado con su trabajo: las investigaciones que él ha dirigido han sentado en el banquillo al exconsejero de Interior Miquel Buch y han dejado a un paso del procesamiento a la actual presidenta del Parlament Laura Borrás. Nadie, ni siquiera el mismísimo Rodríguez o su también laminado jefe, José Luis Trapero, pensaba que todo eso iba a salir gratis.