"En la memoria y en los ojos de alguien están ahora mismo las imágenes indelebles del crimen, unos ojos que en este mismo instante miran algún lugar de la ciudad, normales, serenos, tal vez, como los ojos de cualquiera"

Plenilunio, Antonio Muñoz Molina

Eugenio Delgado ha llevado en sus ojos y en su memoria durante más de cuatro años las imágenes del crimen de Manuela Chavero, desaparecida el 4 de julio de 2016 en Monesterio (Badajoz). El pasado jueves, la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil lo detuvo y en apenas unos minutos Eugenio reconoció su responsabilidad en la desaparición de la mujer. Confesó, aunque con matices, repitiendo el guion ya escrito en los últimos tiempos por otros asesinos: "Fue un accidente, me asusté y me deshice del cuerpo".

"Codiciamos lo que vemos", decía Hannibal Lecter en El silencio de los corderos. Eugenio debía ver y codiciar a Manuela a diario; sus casas estaban separadas por una veintena de metros, sus familias se conocían, él se enteró del divorcio de ella y de sus amoríos posteriores… Dicen del detenido que se volvió un misógino enfermizo tras la separación de sus padres, de la que culpaba a su madre, con la que estuvo muchos años sin hablar. Dicen que era un bocazas y que menospreciaba a las mujeres en público. Un perfil que le puso en el punto de mira de la Guardia Civil ya en el verano de 2016, pero la investigación tiene sus tiempos y, sobre todo, sus cargas, esas que obligan a las fuerzas de seguridad a elegir el instante preciso en el que gastar su munición, el instante en el que un sospechoso debe ser detenido. La UCO ha tardado cuatro años en tener ese momento, pero menos de veinticuatro horas después de que Eugenio fuese arrestado, los agentes desenterraban los restos de Manuela. Un colofón perfecto para la investigación y algo de paz para la familia de la mujer, tras cuatro años de lucha sin descanso.

En estos cuatro años, Eugenio vio a sus vecinos participar en manifestaciones, vio su pueblo empapelado con el sonriente rostro de su víctima, habló con Emilia, la infatigable hermana de Manuela, y cambió la tapicería de su coche, manchada con la sangre de la mujer. No sé si, como el asesino de Plenilunio, llevaba en los ojos impresos su crimen, pero sí que lo debía llevar en la conciencia, que sólo liberó cuando el pasado jueves unos agentes de paisano le anunciaron que estaba detenido por la desaparición de Manuela. Ni siquiera la teatral escenificación que hizo la Guardia Civil hace unas semanas simulando una inspección en la casa de su víctima y de la que él fue testigo le hizo derrotar. Como tantas otras veces, sólo el frío del acero de los grilletes alrededor de sus muñecas le hizo tener un gesto de piedad: llevar a los agentes al lugar en que había enterrado a Manuela. Su abogado dirá en el juicio que colaboró con la investigación. Pero tuvo cuatro años para hacerlo.