Leo en El País este reportaje acerca del primer juzgado de España especializado en violencia contra la infancia y la adolescencia. El texto de María Sosa Troya cuenta que el Consejo General del Poder Judicial ha puesto en marcha esta experiencia piloto en un juzgado de Las Palmas de Gran Canaria. Allí, en los dominios del magistrado Tomás Luis Martín, todo está diseñado para que los menores se sientan bien en un lugar habitualmente tan poco acogedor como una sede judicial. En ese juzgado, niños y adolescentes relatan experiencias terribles: abusos, violaciones, malos tratos… Los profesionales y el entorno ayudan a que el trago no sea amargo y convierten en un juego cualquier diligencia, por dura que sea.

La lectura del reportaje reconforta y le reafirma a uno en las pocas convicciones que tiene. Creo firmemente en nuestro Estado de Derecho y sé que nuestro sistema judicial está plagado de profesionales entregados a su trabajo. Como el juez Tomás Luis o como la magistrada María Antonia de Torres, instructora del caso del pederasta de Ciudad Lineal. La Policía detuvo en 2014 a Antonio Ángel Ortiz, acusado de secuestrar y violar a cuatro niñas.

María Antonia, titular del juzgado de instrucción numero 10 de Madrid, convirtió su sobrio despacho en una especie de parque temático los días que, una vez detenido el sospechoso, las víctimas fueron a declarar en presencia de todas las partes. La magistrada cedió su aparatoso sillón a las pequeñas, puso a su disposición juguetes, globos, chucherías y lápices de colores y todos los funcionarios de su juzgado se volcaron en la tarea. Tuve la oportunidad de ver la grabación de esas diligencias. La jueza juega, dibuja, mima y hasta acaricia a las niñas mientras estas rememoran lo que nunca debieron vivir y deben olvidar cuanto antes. Las ayuda a recomponerse cuando se rompen y las sostiene cuando se vienen abajo.

De todas aquellas horas de grabaciones tengo grabado un instante. Una niña china de seis años y apenas dieciséis kilos de peso había sido la víctima a la que el pederasta provocó heridas más graves, lesiones que le acompañarán de por vida. La cría estaba bloqueada, no había dicho ni una sola palabra, ni ante la Policía ni ante la jueza. La magistrada tenía fe en que, al menos, identificase a su agresor. Por ello, la niña entró en la sala de reconocimientos en brazos de la magistrada.

¿Está aquí el malo? —le dijo a la pequeña, que estaba en sus brazos—. ¿Dónde está? ¿Quién es el malo?

La jueza caminaba, paralela al cristal, frente a los cinco hombres que posaban sentados. En un momento, la pequeña pegó el dedo índice de su mano izquierda al cristal, señalando a uno de ellos. La jueza quería asegurarse:

—¿De qué color lleva la camisa?

—Negro.

—¿Y qué número tiene arriba, que yo no llevo las gafas?

—El cinco.

¡El cinco es el malo! —exclamó la jueza, dando la espalda al cristal para que Xia no volviese a ver a su agresor.

La visión de ese momento, créanme, devuelve la fe en la justicia y en sus profesionales a quien la haya perdido.