Seis turistas franceses, su guía y su chófer fueron asesinados el pasado fin de semana en Níger, uno de los países más peligrosos del planeta. Las víctimas estaban visitando Kouré, una de las pocas zonas del territorio nigerino que hasta la fecha estaba considerada como segura. El atentado, perpetrado presumiblemente por el Estado Islámico del Gran Sahara –la franquicia de DAESH en esos lares–, golpea a una nación que tiene marcado el 80% de su extensión como zona roja, de extrema peligrosidad.

En Níger, el vigésimo segundo país del mundo en extensión y uno de los más pobres del planeta, conviven terroristas y delincuentes de todo pelaje. Al oeste, el Estado Islámico es cada día más fuerte y rivaliza con franquicias de Al Qaeda por el monopolio del terror; al este, Boko Haram golpea con periodicidad; en la frontera con Nigeria, al sur del país, los grupos de crimen organizado procedentes de allí han provocado una avalancha humanitaria de refugiados que huyen de los secuestros y las extorsiones; y en las cercanías de Nyamei, la capital, al norte de Níger, los tuaregs y tubus se han convertido en eficaces asaltantes de caminos que matan y roban a todo aquel que circule por las vías de esa zona.

Como ven, hay pocos escenarios peores en el mundo para ser policía. Pues allí, en ese averno de terrorismo y crimen, viven y trabajan tres policías nacionales españoles. Su misión, auspiciada por la Unión Europea, es luchar contra la trata de seres humanos en origen, golpeando a las organizaciones que han convertido Níger en el paso más importante de tráfico de subsaharianos hasta las costas europeas. Los inmigrantes que llegan en pateras a las playas españolas han pasado por Níger y han sido víctimas de las redes mafiosas instaladas allí. Hace tiempo que las autoridades europeas se dieron cuenta de que la lucha contra la inmigración ilegal tiene que jugarse en el tablero africano, donde tienen sus bases las organizaciones que engañan y ponen en riesgo las vidas de los miles de inmigrantes que tratan de llegar a Occidente. España cuenta con agentes en Senegal, Mauritania, Malí y Níger que a diario se enfrentan con las mafias en las peores condiciones de trabajo posibles, en estados semifallidos en los que la corrupción alcanza a todas las capas de la administración.

El equipo español de Níger, que trabaja conjuntamente con agentes franceses, está liderado por un inspector jefe –que allí ejerce de comisario–, fajado durante varias décadas en la investigación. En España desmanteló redes mafiosas rumanas, búlgaras, polacas, puso coto a los desmanes de Ginés, el sheriff de Coslada… El líder del equipo tiene un prestigio intachable, una hoja de servicios brillante y un sentido del deber de soldado imperial japonés: “Allí, pese a todo, no estamos mal –dice con tranquilidad–. Hay que ir con cuidado cuando nos desplazamos, pero tenemos una misión que cumplir y es lo que estamos haciendo”.

Su trabajo y el de los suyos no tiene el reconocimiento del público, ni siquiera el del Ministerio del Interior, pese a que en dos años han realizado 250 operaciones. Pero su trabajo salva vidas, las de miles de inmigrantes que son víctimas de las redes de trata de seres humanos. Se echa en falta que alguno a los que instalados cómodamente en sus despachos y en sus escaños se les llena la boca a la hora de hablar de políticas migratorias, se interesen por sus compatriotas que conviven a diario, como el señor Kurtz creado por Joseph Conrad, con el horror.