La frase que da título a este texto es de un ex inspector de Policía, uno de los investigadores más brillantes que he conocido en estos treinta años. Él hace tiempo que dejó el cuerpo, sintiéndose incomprendido y algo hastiado de una corporación en la que los tiempos comenzaban a cambiar: la ciencia y la tecnología quitaban protagonismo al olfato y la intuición, cualidades que él tenía a raudales.

Antes de dejar la Policía, resolvió muchos crímenes –muchos de ellos de los llamados mediáticos- y, por supuesto, dejó unos cuantos pendientes, unas espinas que aún siguen clavadas en él, pese al tiempo y la distancia. Uno de los asesinatos que esclareció tuvo lugar en marzo de 1988. Un niño de quince años desapareció sin dejar rastro y a los pocos días sus padres recibieron varias llamadas: en la primera, se exigía un rescate por la vida del adolescente y en las otras, el supuesto secuestrado decía que se había ido por su propio pie. Todas habían sido hechas por el que siempre fue el principal sospechoso, un joven al que varios testigos habían visto salir de un establecimiento el día de la desaparición del chico. El entonces inspector se entrevistó con el sospechoso unas cuantas veces, para ver "cómo pajeaba", por dónde respiraba. El investigador no tuvo dudas de que era el asesino tras esas primeras charlas con él, pero había que dejarle madurar. Nada de detenerle, no había una sola prueba contra él. En aquellos tiempos, sin telefonía móvil ni videocámaras, la resolución de un crimen y, sobre todo, de una desaparición, dependía en gran parte de la confesión del autor.

Pasaron veintiocho meses, más de dos años de angustia para la familia de la víctima, hasta que el asesino confesó el paradero del cadáver. Veintiocho meses en los que el inspector viajó al menos una vez cada treinta días desde Madrid –donde tenía su base de operaciones- hasta la ciudad de donde había desaparecido la víctima, a más de 400 kilómetros. En esos viajes, el policía se hacía el encontradizo con el sospechoso en plena calle, en un bar, al lado de su casa… Y siempre le decía que estaba seguro de que él era el asesino, que él tenía todo el tiempo del mundo, "porque los muertos no tienen prisa", pero que la familia del chico tenía derecho a enterrarlo. Era una guerra de nervios, un ajedrez mental, en el que el inspector iba debilitando poco a poco a su presa, mientras le daba alguna pequeña salida. En una de esas visitas, el malo al fin derrotó y confesó, a su manera, diciendo que había matado al adolescente de manera involuntaria. Fue condenado a 23 años de cárcel.

La historia viene a cuento esta semana, tras la detención de Sergio, la pareja de Dana, una mujer desaparecida desde el pasado mes de junio en Arenas (Málaga). Sergio fue siempre el principal sospechoso, su casa apestaba a lejía cuando la Guardia Civil realizó el primer registro –"prefiero que digáis que soy un asesino y no un guarro", les dijo a los agentes cuando le preguntaron por el olor a limpiador-, su familia dijo que había cavado una fosa para su anterior pareja –que pudo huir a tiempo–, él mismo dio explicaciones peregrinas, incluso ante las cámaras, sobre la desaparición de la madre de su hija. Han pasado apenas tres meses y esta vez la fortuna se alió con la Guardia Civil. El perro de un vecino de la zona encontró un fémur de Dana y eso precipitó una detención que era cuestión de tiempo, porque "los muertos no tienen prisa".