Es previsible que en unas pocas semanas Antonio Anglés Martins, el fugitivo más buscado de la historia criminal española, haya muerto. Al menos administrativamente, tal y como solicitaron hace unos días su madre, Neusa, y tres de sus hermanos en el juzgado de Catarroja. Lo contaba en el diario Las Provincias mi compañero Javier Martínez, un aristócrata de la crónica de sucesos que lleva escribiendo sobre crímenes desde antes de que Anglés se convirtiese en fugitivo.

Han pasado treinta años desde que Miriam, Toñi y Desiré fueron asesinadas por Anglés, Miguel Ricart y quizás alguien más, tal y como sugería la sentencia, y el caso sigue siendo una herida abierta en la justicia española, que no ha dejado de perseguir al Asuquiqui en estas tres décadas. Ahora se va a dar la paradoja de que la Policía y la Guardia Civil van a seguir teniendo como su pieza de caza más codiciada a alguien que estará muerto a efectos de Código Civil.

La ley permite dar por fallecidas a personas que llevan mucho tiempo ausentes, sea por la razón que sea. Es un trámite que se suele cumplimentar para facilitar el reparto de bienes o de una herencia, pero en este caso el burocrático ejercicio está lleno de simbolismo.

Los jueces que han pasado por el juzgado de instrucción encargado de dar con Anglés han cumplido de forma estricta una instrucción tácita: no permitir que el crimen prescriba. Los magistrados, con la colaboración de la Policía, sacan periódicamente de la chistera procesal alguna gestión para detener la prescripción y evitar que si Anglés sigue vivo pueda eludir la acción de la justicia. Mientras tanto, unos cuantos policías persiguen cualquier pista del asesino en cualquier rincón del planeta.

Solo cuando el fugitivo sea detenido o se demuestre que está muerto la herida dejará de sangrar. En estos treinta años la biología ha hecho que desaparezcan hasta aquellos abanderados de la conspiración, empeñados en culpar del triple crimen a fuerzas oscuras que nunca llegaron a explicar de dónde procedían. Algunos de los que sacaron rédito en forma de audiencias televisivas y contratos millonarios purgaron sus culpas tirando de chequera y lo que aún permanece es el inmenso dolor de los familiares de Miriam, Toñi y Desiré, las víctimas de un asesinato que metió a España de golpe en la modernidad del crimen y para el que nadie –tampoco los periodistas– estábamos preparados.