Nueve de cada diez asesinatos son cometidos por hombres. Es una estadística que lleva muchos años inamovible y que hace evidente que los varones matan mucho más que las mujeres. Esa es la razón por la que las asesinas se convierten rápidamente en personajes mediáticos. La excepcionalidad de su comportamiento lo transforma en noticia: viudas negras, mujeres fatales, damas que encargan asesinatos seduciendo a los ejecutores… En nuestra casuística criminal hay abundantes ejemplos de todos esos paradigmas. De todas las asesinas hay una clase que horroriza de manera especial, seguramente por la incomprensión que generan sus actos: las madres que matan a sus hijos. El jueves, Ana María, una mujer de 38 años, acabó con la vida de su hijo de siete años en Almería. La disputa por la custodia del pequeño y la pésima situación económica de la filicida están detrás de una muerte que es y será siempre incomprensible, pese a todo lo que falta por saber de este suceso.

Francisca González mató a sus dos hijos, de cuatro y seis años, en 2002 en Santomera (Murcia). Los estranguló con el cable del cargador se su teléfono, mientras su hijo mayor escuchaba música en un discman con las pilas recién cambiadas que le compró su madre para que no oyese los gritos de sus hermanos. Antes de comenzar a matarlos, la mujer le envió un sms a su marido: "Ahora toca baile". El crimen estuvo motivado por el odio que Francisca había acumulado contra su pareja, el padre de los niños, y al que decidió arrebatarle lo que más quería. Su comportamiento fue etiquetado bajo el llamado síndrome de Medea, en recuerdo del personaje creado por Eurípides que mató a sus hijos para vengarse de Jasón, su pareja.

El crimen de Mónica Juanatey nunca se pudo etiquetar. En 2008, esta gallega afincada en Menorca ahogó en la bañera a su hijo, César, de nueve años y metió su cadáver en una maleta, en la que también introdujo su estuche escolar. A sus conocidos les dijo que el niño no era su hijo, que era su sobrino y que había vuelto con sus padres. A Mónica le molestaba el pequeño César para llevar a buen puerto la relación que acababa de comenzar con un joven al que conoció a través de Internet. Fue un crimen pragmático, de una crueldad pocas veces vista. Mal en estado puro.

Nos empeñamos en etiquetar los comportamientos criminales, especialmente los que nos resistimos a comprender o, sencillamente, que no tienen comprensión, como los de las madres que matan a sus hijos. Utilizamos palabras que dulcifican o tratan de hacer comprensibles estos crímenes como 'depresión', 'brote', 'mala situación' y que a veces aciertan… Pero, por mucho que nos empeñemos, el mal no tiene género.