La historia es de sobra conocida a estas alturas: un chico de veinte años se inventa un brutal ataque que incluye encapuchados, referencias al anticristo, insultos homófobos y la palabra ‘maricón’ grabada a cuchillo en una nalga, lo único real de la denuncia del joven. Y todo para justificar ante su pareja una sesión de sexo duro que se le fue de las manos y en la que acabó con la citada inscripción en el trasero, que él consintió, según confesó tres días después. Lo que no esperaba el denunciante es que su patraña trascendería a los medios de comunicación que, lejos de mantener la prudencia debida ante una noticia que tenía trazas de abracadabrante desde el primer momento, promovieron campañas y hasta elaboraron inflamados y sobreactuados relatos de oscuros portales y grupos de cazadores de gays que patrullan las calles más céntricas de Madrid, a imagen y semejanza de Alex y sus colegas en La naranja mecánica. Repasen algunos diarios, porque hay piezas antológicas.

Lo que tampoco esperaba el denunciante es que políticos de todo signo se lanzasen al barro con su inventado ataque a modo de honda: “el partido que promueve el odio tiene la culpa”, “estos ataques son obra de inmigrantes”. En lugar de dejar trabajar a la Policía nuestros representantes emprendieron una alocada carrera para ver quién escribía el tuit más definitivo, el lema más redondo. Lo habitual.

Y al mismo tiempo que esto sucedía, los agentes de la comisaría de Centro iban demoliendo el relato del chico. Ninguna cámara de la calle de la Palma grabó a ocho encapuchados, ni siquiera a un par de ellos. Ningún testigo los vio. El denunciante dijo que había echado a lavar la ropa que llevaba puesta en el momento de la agresión. La historia se iba derrumbando mientras los hashtags seguían creciendo en las redes, los medios de comunicación emitían la alerta antihomofóbica y los políticos arrimaban el ascua a su sardina y seguían manoseando el suceso.

Finalmente, el miércoles el denunciante se derrumbó y derrotó. Contó la verdad a los agentes de Centro y les dijo que se sinceraba para que “la comunidad LGTBI esté tranquila y sepa que Malasaña es un barrio seguro para ellos”.

Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Rectificar? ¿Mantener un prudente silencio? Ya habrán comprobado ustedes que ninguna de las dos cosas. Ni siquiera creo que se haya aprendido la lección y en estos tiempos de reacciones inmediatas y poco meditadas la historia se repetirá bien pronto. Una falsa denuncia, en efecto, no anula un problema real, el aumento de denuncias por ataques homófobos. Pero ese incremento no quiere decir que Madrid o cualquier otro lugar de España sea el escenario por el que campan bandas dedicadas a la caza del gay. Tampoco una o media docena de agresiones sexuales o de robos protagonizados por extranjeros convierten nuestro país en el edén de la delincuencia foránea, tal y como sostienen algunos. Más les valdría a unos y a otros apartar sus manos de los sucesos, de los hechos delictivos, y dejar trabajar a las fuerzas de seguridad. Eso y dotarlos de las herramientas legales necesarias en lugar de perder el tiempo pensando en el siguiente tuit.