No sé cuál es la magia específica, asombrosa, regocijante, que permite que un niño vea un plato lleno de migas —en el que antes hubo galletas— y un vaso de leche vacío, y deduzca que por su salón acaban de pasar magos de Oriente. Recuerdo cerrar los ojos en la infancia y percibir el efímero residuo, pardusco y animal, de un camello junto al sofá favorito de mi padre, aunque quizás las causas no fueran las que yo quería creer.

Los psicólogos cognitivos llevan décadas debatiendo sobre esta especie de falsa memoria. Supongo que es el mismo fenómeno que permite que te parezca posible un ratón cargado de monedas que las deja bajo tu almohada a cambio de dientes de leche. O que cualquier sombra en la oscuridad te parezca un lobo dispuesto a devorarte, tan real que casi puedes escuchar el gruñido sordo de su garganta, las gotas de baba cayendo de sus fauces hambrientas.

Hay un sortilegio mudo, sordo, impronunciable, que surge efecto durante cinco años de la vida de un ser humano. A veces menos, si lo espantan entre susurros despreciables los malotes del colegio. Creo que es el mismo hechizo que hace aparecer monstruos —hic sunt dracones-- en los bordes de los mapas. Quizás parecido al que transforma las sombras que se agitan en el armario en peligrosos cocos de manos como espátulas y babeantes bocas llenas de algas. No muy distinto del que experimentaron nuestros ancestros al ver agitarse el viento más allá del resplandor de la hoguera y creer ver —a veces, viendo— a un tigre dientes de sable con la panza pegada a la tierra, la cola enhiesta y las patas traseras acumulando toda la fuerza de un muelle de resorte cuyo destino final es tu carne desgarrada.

¿Han visto dibujar a un niño? Fíjense. Un niño, cuando crea, escucha atento ese encantamiento sordo, con el oído ligeramente ladeado hacia la izquierda. A veces nunca crece lo suficiente, ni deja de emborronar, avergonzado de sí mismo, centenares de cuartillas con sus pobres remedos del sortilegio a los que otros llamarán Iliadas y Quijotes y Odiseas.