Cuando caminamos por este bosque extraño que es la vida, lo hacemos a oscuras. El sentido de la vista nos permite distinguir, a duras penas, lo que queda detrás de nosotros. Casi siempre el camino que nos ha llevado hasta este instante, hasta el ahora, es un hilo tenue, forrado de brumas, y que recordamos a nuestra propia y parcial manera.

Los hilos, paralelos y secantes, de quienes nos acompañan más cerca, raras veces se parecen a los nuestros. Y cómo podríamos saberlo, si para ello tendríamos que hablar con ellos de forma humilde, dispuestos a cambiar de opinión si hiciera falta. A comprender qué demonios les impulsa, qué sucede en sus almas, en sus mentes, en sus cabezas.

Pongamos por caso la cabeza de un joven universitario malasio que se subió a la azotea de su casa en Changhua después de decirles a sus amigos que iba a hacerse un selfie. Lo encontraron muerto a los pies del edificio, con una herida en la cabeza y una grave hemorragia.

Su móvil estaba en la azotea, colocado en un trípode y con el modo autofoto conectado. Hasta aquí, la historia habitual de una persona poseída por el signo de los tiempos y con dudosas capacidades cognitivas, digno canditato al Premio Darwin (ya saben, aquel que premia de forma sarcástica a aquellos individuos que se matan accidentalmente antes de reproducirse, librando así a la humanidad de su acervo genético cuestionable).

La diferencia entre esta noticia y cualquier otra idéntica a esta que podemos leer casi a diario en los periódicos es que nuestro protagonista tenía 30 años (con lo cual, algo de madurez se le presuponía) e iba, aquí viene el giro cultural, disfrazado de Spiderman.

De pronto la noticia da para millones de interpretaciones. ¿Intentaba el joven malasio emular a su personaje favorito, del cual había decenas de cómics en su habitación? ¿Tan solo estaba haciendo el idiota? ¿Los personajes literarios —y no se engañen, Spiderman lo es, y de tintes terriblemente trágicos— son capaces de salir del papel, a través de las jóvenes mentes permeables, como ocurrió con Werther, que desató una oleada de suicidios tras su publicación?

Cuando caminamos por el bosque, la vista no sirve. Nuestro mejor aliado es el oído, y a él debemos confiarnos. Escuchamos con más atención aquellas voces más fuertes, más confiadas, más sabias. O las que aparentan serlo. Pero pocas veces llegamos a saber qué hay de verdad en los corazones. En qué demonios pensaba el pobre estudiante malasio cuando se hacía la foto que le llevaría a la muerte.

A veces me quitan el sueño estas cuestiones, hasta el punto que me quedo horas mirando al techo, mientras mi esposa duerme tranquila con el libro a medio leer junto a la almohada. Pero nunca saco conclusiones, porque cuando creo que estoy a punto de alcanzar la sabiduría, el nirvana del sueño me alcanza a mí. Y de repente nada importa demasiado.