No hace una década Lavapiés era el clásico barrio obrero y multicultural sin demasiada presencia en los planes del Ayuntamiento. Un lugar ajeno a muchos madrileños excepto por alguna referencia en las canciones de Sabina y dos líneas en la sección de sucesos.

Pero su maldición nunca fue la inseguridad o la falta de atención municipal. Ni siquiera las cuestas o la falta de ascensores en tantos edificios de un barrio con población envejecida.

Los oriundos nunca pudieron sospechar que la centralidad del barrio acabaría con él. Que sus pisos baratos atraerían la atención de fondos de inversión con tres filas de dientes y aleta dorsal. Que en sólo diez años pasaría de ser el último reducto castizo de un Madrid que madruga a dormitorio de ocasión del guiri que trasnocha.

Los madrileños ya no pueden permitirse vivir en su ciudad.