Hace unos años recorría yo la ciudad como un medallista de Parkour en plena exhibición. Ni las empinadas cuestas de mi Portugalete natal, ni los empinados tramos de escalera de mi piso de alquiler sin ascensor, ni siquiera los socavones y zanjas con sus vallas de obra y conos fluorescentes que jalonan nuestra aceras podían frenar mi temeraria velocidad de crucero atravesando la urbe. Era un gamo impávido a las barreras arquitectonicas...hasta que llego ÉL.
Ya me habían advertido hasta el bostezo que la paternidad cambia la vida, que es un giro copernicano de irremediables consecuencias que sólo el amor paterno-filial podía ayudar a subsanar, el fin de una era y del mundo tal cual lo había conocido, aseguraban manuales y libros varios con los que me atosigaban amigos y familiares con dudosas intenciones. Pero no podía sospechar que lo único que acabaría echando de menos de mi vida antes de la descendencia era la movilidad.
De repente la ciudad se había convertido en un paisaje hostil para mí por el simple hecho de arrastrar el carro de mi chamaco. Descubrí la agotadora disciplina de zigzaguear entre bolardos, motos y contenedores de basura colocados sobre estrechas aceras que compartes con otros entregados y sudorosos padres y madres o combativas abuelas con su trolley.
Aprendes a luchar contra el fascinante mundo de aceras con bordes altos como puertos de montaña. Conoces la decepción del apartheid del suburbano ante la imposibilidad de sortear infinidad de rampas con escaleras hasta tu andén. Sufres la intrincada aventura de conseguir un taxi donde ubicar no sólo el fruto de tus entrañas en una silla homologada, sino también el carro del churumbel con su bolsa, cobertor de plástico, y demás aditamentos que arrastra un padre en su deambular por el mundo.
Salir a la calle con tu chaval se convierte en una aventura cuajada de innumerables peligros y aventuras hasta llegar a tu destino. Todo plan depende inexorablemente de los avatares que encuentres en tu camino. Estas son las andanzas de un joven "aita" en apuros. Pero esta historia tiene un final feliz: el bebé crece y la familia recupera la libertad de movimientos.
La ciudad volverá a ser nuestra. Pero ¿qué ocurre con los más de 200.000 madrileños que tiene problemas de movilidad? Esos que dependerán toda su vida de un bastón o una silla de ruedas... ¿Se tienen que conformar con hacer uso de tan sólo la mitad de servicios que ofrece la ciudad? ¿Pueden estar de acuerdo con la publicidad institucional del ayuntamiento que asegura que esta es una ciudad sin barreras y 100% accesible? Su batalla es diaria y para toda la vida. Aún más dura y en muchas ocasiones con las peores expectativas de futuro. Me quejo pero soy un afortunado. Ellos llevan décadas quejándose. Va siendo hora de que alguien les escuche...y ¡hasta les atienda!