Por la noche me gusta subir a lo alto del monte para ver el paisaje del valle. Justo desde la curva se ven las luces irradiando como estrellas, y en el centro se eleva una llama naranja como el sol que sale a borbotones. Es como ver los rascacielos encendidos de Nueva York desde la bahía Upper, aunque para mí es más bien una escena de Blade Runner con moles de acero, hormigón y bombillas. Los nutrientes que la abastecen llegan por arterias que atraviesan la ciudad, surcando un camino oculto, subterráneo, que une el puerto con el valle, un sendero señalizado con hitos de color negro y amarillo. Kilómetros cubiertos de vegetación donde pastan ovejas y caballos urbanitas. Es un lugar que está latiendo sin descanso, mañana y noche, como un sistema nervioso autónomo que bombea energía. De ello viven más de 3.000 familias, sobre todo ingenieros y químicos, de los que ganan bien. Algunos pasan la jornada en salas de pantallas que se parecen a una estación espacial, otros están a pie de asfalto, enfundados en un EPI y calzados con botas de seguridad.

Los paisajes industriales me conmueven. Son la puesta en práctica del conocimiento colectivo, la cumbre civilizatoria. Me conmueven como cuando suena la sirena de una ambulancia y todos los coches se apartan siguiendo una coreografía piadosa que le abre camino. En la industria ocurre lo mismo, que todos los procesos se orquestan alrededor de la salvaguarda.

Al contemplar el mar o las montañas, admiro los paisajes que nos han sido dados como el resultado de una creación divina. Hay un estado de gracia que se alcanza al caminar por la orilla del mar o entre carballeiras. Yo lo siento por igual tanto con el paisaje dado como con el creado. Los lugares apenas sobados por el hombre me producen la misma admiración que los lugares íntegramente intervenidos. Hay tanta belleza en una roca de granito como en una piedra de hormigón. Cuando se aprende a mirar a escala atómica, lo bueno, lo bello y lo verdadero se iluminan con una luz semejante. Escribo 'iluminar' con toda la intención, con el significado de 'ilustrar el entendimiento'.

No todas las personas saben apreciar los paisajes industriales, o al menos no en la misma media que aprecian los paisajes naturales. Padecen una especie de sesgo cognitivo conocido como efecto NIMBY. NIMBY es el acrónimo en inglés de "Not In My Back Yard" (no en mi patio trasero), o dicho en español, SPAN, "Sí, Pero Aquí No". Este término se utiliza para referirse al rechazo que algunas personas sienten frente a la instalación de ciertas actividades industriales en su territorio. Pueden apreciar el valor, la necesidad y el bienestar que proporciona la actividad industrial, pero siempre y cuando no la vean.

El término NIMBY se empezó a utilizar en los medios de comunicación de Estados Unidos en los años 80 para referirse a un grupo de ciudadanos que se oponían con vehemencia a la creación de parques eólicos, centrales nucleares o canteras en el estado donde vivían. Este término acabó usándose con connotaciones peyorativas para tachar a estas personas de hipócritas, insolidarias y reaccionarias. Se aprovechan igualmente de los recursos que la industria les proporciona, pero no consienten ver de cerca cómo se producen. Demandan innovación, pero que la creen otros. Exigen igualdad de oportunidades y empleos de calidad para todos, pero solo si se generan sin actividad industrial, como por arte de magia.

Según los estudios sociológicos los nimby suelen responder en las encuestas que están a favor de la tecnología, por ejemplo, del uso de energías renovables o de la producción sostenible de biomateriales, pero cuando la implantación de esa industria se localiza cerca de sus casas arremeten contra ella. Este cambio de opinión se ve reflejado en las clásicas gráficas en U de percepción social de la actividad industrial. Así que la aceptación o el rechazo de la industria tiene una dimensión temporal. El patrón típico de aceptación local comienza con una alta aceptación, pasa a una baja aceptación durante la fase de emplazamiento, y al final vuelve a un nivel más alto de aceptación una vez que el proyecto está en marcha. El progreso y el bienestar que proporciona la llegada de la industria a una zona se traduce en puestos de trabajo, aumento del nivel adquisitivo, efecto llamada a la inversión, bonanza económica, aumento de la natalidad, aumento del nivel educativo promedio, etc., así que es natural que la aceptación acabe llegando. Pero hasta que no se alcanza esa fase, que es un proceso que puede durar años, hay que lidiar con la oposición y esta puede llegar a ser muy ferviente.

Este fenómeno de rechazo a la innovación se conoce como efecto Frankenstein, que consiste en la percepción de la ciencia y la tecnología más como una amenaza que como una fuente de bienestar. En España, esta percepción negativa de la ciencia y la tecnología afecta al 13% de la población. Hay varias conjeturas que explican este fenómeno, una de las más importantes radica en la falta de cultura científica, y esta se traduce en la excesiva credibilidad que estas personas otorgan a perfiles y organizaciones –mal llamadas– ecologistas que acostumbran a desviarse del consenso científico y a posicionarse sistemáticamente en contra de cualquier actividad industrial.

Las pasiones se contagian, para bien o para mal. Es algo que se aprende cuando uno se dedica a enseñar. A mí me dicen que la cara se me ilumina cuando hablo de química, que los ojos me brillan cuando paseo entre reactores y torres de refrigeración. Es cierto. Veo belleza en esos paisajes porque los comprendo átomo a átomo, pero sobre todo veo belleza en ellos por lo que tienen de humanos.