No es pura retórica. Hay una amenaza real de que Vox pueda dar la sorpresa y se convierta en la fuerza hegemónica en la derecha. Para ello no es necesario que gane las elecciones, ni siquiera que alcance al Partido Popular en la segunda plaza, solo necesita tener el poder necesario para imponer sus ideas. El tercer puesto está a solo dos o tres puntos porcentuales. Se encuentra en el margen de error de muchos de los estudios demoscópicos para ser la tercera fuerza y una debacle no descartable del Partido Popular puede acercarle a sus posiciones. Es un riesgo remoto este último, poco probable. Pero no desdeñable. Por múltiples razones.

Vox no pretende vencer en las elecciones, quiere que sus ideas estén en el debate público. Objetivo logrado. Sabe que implementar la mayoría de sus postulados en la próxima legislatura es una quimera. Es una carrera de fondo y son conscientes de que su revolución cultural precisa de muchos años y mucho esfuerzo. Pero están ganando la partida. Santiago Abascal ha reconocido en el libro de Sánchez Dragó que pretenden con sus medidas de máximos mover al resto de partidos a sus posiciones y lograr algunos mínimos. Por eso exigen acabar con la España de las autonomías, para que PP y Ciudadanos acepten la reducción de competencias. Esto no es una hipótesis. Es su estrategia reconocida. Por eso van ganando, por eso pueden ganar más aún.

Existe una corriente de fondo similar a la que no fue identificada por los grandes medios ni las encuestas en los procesos que llevaron a la victoria de Donald Trump y el Brexit. Un flujo subterráneo que escapa del radar mediático tradicional en el que se atisba el riesgo a que un movimiento como el de Vox adquiera cuotas de representación muy importantes. España ha legitimado durante años comportamientos de negación de la alteridad, de exclusión del diferente. Su discurso ha estado presente en las columnas de muchas estrellas del periodismo y tertulianos afines. Ahora algunos de ellos están en las listas de Vox. Lo han estado siempre, aunque no se llamara Vox. Esa lluvia fina ha calado poco a poco para ahora llegar en forma de caudal a las instituciones. Este domingo existe el peligro cierto de que sea un torrente.

La desintegración de la derecha tradicional favorece la sorpresa en las elecciones del 28 de abril. Un Partido Popular en descomposición que entrando en pánico plagió la estrategia de Vox para parar la sangría que sufría, y aún sufre, con destino a Vox. Una derecha liberal, ya poco queda de eso, que tras ver sus encuestas hiperventiló intentando tapar las vías de agua y puso un cordón sanitario al PSOE para no perturbar a sus votantes indecisos. PP y Ciudadanos dejaron vía libre al centro, creando una sobreexplotación del espacio de la derecha. Una estrategia que han legitimado con sus propuestas, con sus gritos, aceptando sus votos, eligiendo como socio preferente a la extrema derecha. PP y Ciudadanos han estrechado su espacio electoral para competir en el campo de juego en el que Vox los arrasa.

Vox puede ganar. Son indicios, señales que advierten del giro ultraconservador que latía en la sociedad y que se ha exacerbado tras el proceso independentista en Cataluña. Una plétora de individuos y colectivos que pensaban en silencio lo que ahora pueden decir en público porque Vox ha liberado con su discurso el odio, el filofascismo, la homofobia, el racismo y el orgullo de un pasado franquista que enarbolan sin avergonzarse. Esa nueva situación de descarnamiento ideológico atrae a muchos individuos que siempre han visto con buenos ojos la discriminación del diferente.

Roger Eatwell y Mathew Goodwin analizan las claves del éxito de las formaciones de extrema derecha en su libro "Nacionalpopulismo". Una de las razones fundamentales a la que aluden en un tratado completo y preciso es el voto emocional que une a grupos heterógeneos entre sí con un mensaje segmentado: son las alianzas de grupos de electores. Se trata de una alianza puntual de diferentes colectivos que no comparten casi nada pero se unen alrededor de un partido por unas pocas inquietudes compartidas. En la mayoría de ocasiones en torno a cuestiones culturales, de pérdida de identidad y status de su grupo.

Existen grupos de población segmentados que todos conocemos y que fácilmente identificamos como potenciales votantes de Vox. Uno de ellos que escapa de los estudios sociológicos cualitativos pero que en los barrios de clase media-baja abunda sonará a más de uno. Hombres de 30 a 50 años. Que vivieron su bonanza económica durante el boom inmobiliario y añoran el nivel de vida que conocieron y perdieron tras la burbuja. Que dejaron los estudios para irse a la obra a ganar grandes cantidades de dinero. Futbolizados políticamente, con una retórica machista y racista de baja intensidad. Fascismo cotidiano. Latente pero presente en conversaciones desinhibidas.

Otro de ellos, y compatible con este último, es el de todos aquellos maridos que han visto fracasar su matrimonio, que han tenido que dejar su hogar y pasar una pensión para la manutención de sus hijos y se han visto obligados a volver a casa de sus padres con un sueldo exiguo, volviendo a una vida de adolescencia. No importan los motivos ni la justicia de su situación. Ese núcleo familiar se siente agraviado, es caldo de cultivo perfecto para el discurso que encuentra una respuesta fácil a su situación. Son ellas las culpables, son las feministas, son esas leyes injustas que han creado un sistema que penaliza al hombre. Prende. Les inflama. Y les convence.

Vox no necesita apelar a la transversalidad mediante un discurso económico que les prometa mejoras en los servicios públicos porque es un movimiento cultural, moral, de apelación a la emoción zaherida. De recuperación del orgullo herido. Ese sentimiento de arrogancia recuperada es el que elimina de los análisis la posibilidad de un voto oculto en Vox. Pero existe una ceguera ante esa manera de ver los hechos. Son muchos años de ocultar lo que sienten y piensan sobre el vecino marroquí, sobre el homosexual que ven en la televisión o sobre las mujeres que piden su sitio en la sociedad para que a todos se les hayan quitado los complejos de un día para otro. Son muchos los mítines de Vox en los que no es extraña una actitud, la de la acompañante del desacomplejado que se oculta tras un abanico, un chal, o el programa del mitin cuando la cámara de la organización graba al público. Un pudor arraigado, propio de quien lleva tiempo cuidando sus opiniones políticamente incorrectas y que convencida de a quien dará su voto prefiere llevarlo en secreto para evitarse problemas en el café del barrio.

La izquierda a lo largo de su historia ha perdido batallas antes de comenzarlas y en ocasiones ha subestimado el poder de una idea envuelta en odio. León Blum escribió un editorial en el diario Le Populaire sobre el fracaso de Hitler tras la pérdida de 34 escaños en las elecciones de noviembre de 1932 del partido nazi: "Hitler está excluido en lo sucesivo del poder: incluso está excluido, si puedo decirse, de la esperanza misma del poder". Una triste profecía de su propio fracaso que se confirmó solo cuatro meses después en las elecciones de marzo de 1933. Los mismos que nos separan del éxito inesperado de Vox en Andalucía por dar por hecho el triunfo antes de acudir a las urnas. Vox puede ganar, ya ha ganado, pero su victoria será clamorosa si los votantes de izquierda deciden dejar su voto en casa para arrepentirse tras cerrarse las urnas.